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buen yunque para templar el espíritu. Una estruendosa carraca se encargaba de despertar a todos, aun a los de sueño más profundo y a los de oído más duro. Si a media noche había quien resistía a tal despertador, no faltaría el aviso con persona expresa para que hiciese venir al coro al rezagado. Había un responsable para que el horario rodase a perfección: era la pequeña campana conventual, con una reglamentación exacta de repiques, bandeos y tintines. Campana que se convirtió en reloj para los huertanos y campesinos de los barrios circunveci- nos y hasta para quienes pasaban insomnes la noche en la lejanía de la ciudad. Es posible que la rigidez del horario y de la disciplina regular hayan resultado nocivos para la conformación de ciertos espí- rítus; en general, han encauzado hacia metas encimadas la vida de los religiosos. Se ha calculado que desde 1655 hasta la exclaustración de 1835 tomaron el hábito capuchino 1.417 reli- giosos, tanto en los numerosos conventos de Navarra, como en los de Fuenterrabía y Rentería. Muchos profesaron en el con- vento de extramuros y moralmente todos pasaron algún tiempo en el mismo. A partir de la restauración de 1879, han formado parte de la Provincia religiosa cerca de 1.000 religiosos clérigos, que en su mayoría han pasado por este convento realizando sus estudios de teología y después su vida ministerial; paralela- mente han profesado unos 400 religiosos no clérigos, de los que muchos han vivido también en dicho convento. Pero la estadís- tica no aferra la vida espiritual y religiosa. La oración y la contemplación, la preparación ardiente a la profesión religiosa o a la ordenación sacerdotal, las penitencias corporales y la maceración de los sentidos, la preparación para el ministerio, sobre todo de la evangelización, el espíritu de compunción y de reparación tan arraigado en la espiritualidad de los siglos pasa- dos, la súplica ferviente en casos difíciles, el fervor misional encendido en la mayoría de los religiosos incluso hasta el deseo y disposición para el martirio. Por contraposición, la pérdida de fervor espiritual, la disminución en los primitivos ideales, las limitaciones indudables y numerosas, la relajación personal y comunitaria. Tendría que nacerles voz a los muros del convento para que pudiéramos desvelar estos misterios, propios del hombre interior. El convento de extramuros se unía al coro de las casas religiosas y de los grupos de perfección que rivaliza- ban en Pamplona por la perfección cristiana. Ahora bien, la vida del cenobio no terminaba en ese mundo soterrado de la vida espiritual. El habitat capuchino ofrecía a aquellos hombres comodidades muy restringidas. Muchos no tenían habitación personal, sino que dormían en los tradiciona- les dormitorios comunes, aunque con tendencia a dotar a cada religioso de ese mínimo espacio para su vivencia personal y para su intimidad. Cuando acompañaba el buen tiempo, realiza- ban muchas tareas al aire libre, en el huerto; así lecturas, estudio o trabajos manuales. Durante los largos desapacibles meses de frío y de llovizna se refugiaban en salas comunes, en la solana o en el calentador con chimenea. Quienes recibían trato muy especial eran los enfermos, que siempre han abun- dado en dicho convento por ser el primero de la provincia. A final del siglo XVIl consta la existencia de una enfermería do- tada de ocho celdas con la atención de un médico asalariado. Este hecho no fue ordinario, ya que el convento ha contado en Pamplona con la atención amiga, bienhechora y desinteresada de prestigiosos médicos, que han sido contados siempre entre los bienhechores más insignes del mismo. Abundan los datos para conocer la intendencia doméstica del convento de extramuros, con sus recursos y fuentes de subsistencia. No porque fuera la más cuantiosa, sino por su EA PA

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