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A los 29 años se embarcaba en Cádiz para llegar al Perú el 4 de octubre de 1767. Se abrió en él la flor de la ilusión evangélica, húmeda con el rocío del alma, soñando en tierras lejanas, con inquietudes de trabajar, saber y servir a los de- más. Habiendo tomado posesión de su prebenda el 17 de julio de 1768, gobernando el arzobispo don Diego Antonio de Pa- rada, fue nombrado al año siguiente por el cabildo, juez de diezmos, y en 1770 pasó al cargo de rector del seminario conciliar de Lima, cargo que desempeñó con gran acierto has- ta poco tiempo antes de ser nombrado obispo de Trujillo. Muy a debieron ser los informes de monseñor Parada a Carlos lll, o nuestro biografiado tenía grandes ami- gos en la corte, o su talento era fuera de serie, pues a los 40 años era nombrado para el obispado trujillero. Probablemente influyó en su carrera el haber sido nombra- do anteriormente secretario general del concilio limense, el año 1772, convocado por Carlos lll por real cédula fechada en San lidefonso el 21 de agosto de 1769 con la intención de acabar con todo rastro de jesuitismo, Así dice la real cédula: «Cuide el Concilio y cada Diocesano en su Obispado de que no se enseñe en las cátedras por autores de la Com- pañía proscritos, restableciendo la enseñanza de las Divinas Letras, Santos Padres y Concilios y desterrando las doctrinas lasas y menos seguras e infundiendo respeto y amor al Rey y a los Superiores como obligación tan encargada por las divinas letras». Se ve que hubo quienes inculcaron el amor al rey, pues en pleno siglo XX había indios en la región de Pasto (Co- lombia) que rezaban por el Rey Carlos lll. No pudo brillar el talento de Martínez Compañón por ser el secretario general y atenerse al papel de moderador. La atención del concilio se centró en la moral jesuítica, o sea, el sistema de probabilismo, aprobado por la Iglesia, pero no del agrado de los regalistas. La Santa Sede no quiso aprobar ciertas decisiones del concilio, y no faltaron voces que de- fendieron a los jesuitas expulsados. De todo lo tratado tan sólo sobrevivió el mayor cuidado que se puso en la educa- ción del clero, abriéndose las puertas a la raza indígena, y hubo prelados como el de Tucumán que recalcaron su amor y fidelidad al rey. Su sentido de moderador parece que impresionó al ar- zobispo Parada, y éste debió recomendarlo al soberano. Se conservan dos oraciones fúnebres que fueron aprobadas por él y anotadas en forma muy original y muy literaria. El 25 de febrero de 1778 Pío VI lo preconizaba obispo de Trujillo, siendo consagrado por el arzobispo Parada en su capilla de Miraflores, pues se hallaba muy enfermo, y al morir nombró a Compañón como albacea. El 12 de mayo desembarcaba el nuevo obispo en el puerto de Huanchaco, próximo a Trujillo. La toma de posesión no pudo realizarse en la catedral, semidestruida por el terre- moto, sino que tuvo lugar en la iglesia de la Compañía, hoy destruida y anexa al local de la actual Universidad. Conocía el problema del indigenismo y tratará de integrar- lo con un amor puro, desinteresado, instruyendo al indio po- bre, analfabeto y montaraz; porque el indigenismo incorpora, sin duda, el orgullo, por razones étnicas y culturales, orgullo legítimo de sus ancestrales tradiciones, de sus antepasados autóctonos, dispersos en el tiempo y el espacio. El prelado es el hombre sencillo, que ahora está saturado de la ciencia de vivir y de la otra más difícil de convivir con los demás. Su movimiento social no será sino la operación de Cristia- nismo, de caridad y justicia social, hecha en sus facultades so
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