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nadino José M. Groot lo considera como uno de los prelados más laboriosos y discretos que tuvo la archidiócesis, y es- taba acabándose. Su salud resentida, junto con la amargura y el clima de la meseta, fueron minando su cuerpo y su alma. «Se dejó morir», según el modo criollo, dando a entender con esto, lo mismo que se asegura con un poema inconcluso, en el que hay algo de nuestra voluntad, del consentimiento del alma en su vivir; y cuando el alma recobra su compromiso y no lo puede acabar, da por terminado el pacto y el cuerpo se funde como el de la medusa en la arena de la playa. Enterrado en la catedral de Bogotá, permanece ignorado su sepulcro a causa de los terremotos y derrumbes. Reposa en tierra bogotana, a lade amó con buena voluntad y sos- tuvo lealmente. Su catedral guarda las cenizas del obispo inquieto y andariego, las guarda con paciencia materna, ya vueltas al polvo, y aunque siguen siendo ignoradas, son santas. Sus bienes los dejó a las iglesias de Lima, Trujillo, Bo- tá y varios beneficios para el pueblo de Bernedo (Alava), ugar de sus antepasados, y para el pueblo de Cabredo, el rincón navarro al pie de Codés que lo vio nacer, donde fue bautizado, y de donde salió para no volver más. El obispo murió su propia muerte, según la diaria invocación del Rainer María Rilke: «Señor, dela a cada cual su propia muerte, pues morir su propia muerte es mucho más difícil que vivir su propia vida». COMO ERA EL OBISPO Según el retrato conservado en Trujillo es una persona ágil, no atrapada por la vida sedentaria ni por la fea gordura ue el pueblo italiano llama de obispo. Sencillo en sus mo- ales, camina sin énfasis, dominando el patio de las cria- turas de todas las razas; la frente es un desmedido espejo; las cejas largas y finas afirman el sentido autoritario y dan al pastor el aire de «cóndor de los Andes o águila de Codés »; los ojos debajo de esas dos prendas agrias, miran con vive- za; la nariz y las orejas rubrican la virilidad y ascetismo en un rostro del Greco. Las manos, portadoras del libro y del báculo, son muy sensibles y finas, dentro de su energía. El trabajo para gigantes formó la cuchillada del ceño enér- gico, partiendo en dos su frente avizora y anchurosa. Había nacido para jefe de hombres y lo fue, pero de una manera la más señorial, es decir, la más imperceptible con que sea dable gobernar las gentes, Amó a sus diocesanos y se hizo querer por ellos; quien le obedeció, amigo, sirviente, indio, español o negro azabache, no probó nunca en él a un patrón autoritario; y la diócesis misma, en su inmensidad, que si- qe sus órdenes, se dio cuenta que había un grupo de lí- eres formados por el obispo, a quienes encomendaba gran parte de las actividades diocesanas. Nuestro obispo puede ser llamado, como contados jefes de empresa, un hombre de orden espiritual, y como tal des- deñó la soberbia y su prima hermana la violencia. De esta misma opinión es el cabildo de Trujillo en su carta al de Santa Fe de Bogotá con motivo de su traslado (12 de julio de 1790): «Esta diócesis jamás podrá llorar cumplidamente cio

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