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en Estella, subieron «al Castillo del Puig» tres compañías del Primero de Navarra, el regimiento mandado por los mis- mos generales que iban a ser fusilados. El historiador Pi- rala reconoce la entereza y la hombría de los detenidos, que supieron morir con el mismo valor demostrado en las batallas. Carmona y García pidieron ver al general Maroto antes de morir, siéndoles denegada la petición. García re- cordó a las compañías que había sido su jefe en los pe- ligros, tratando arengarlas, pero los soldados no le hi- cieron caso. Carmona se quejó de que fuera fusilado por la espalda, y encargó a los soldados que defendieran y res- petaran a su rey don Carlos. Uriz guardó silencio y esperó con sangre fría la descarga final. Sanz también mostró una gran firmeza en el último trance. Su cadáver fue recogido por la viuda de don Santos Ladrón de Cegama, con la que iba a casarse; para ella dejó su última carta dándole el adiós postrero. El viejo muro norte de la basílica, azotado por el cier- zo, sirvió de trágico paredón contra el que se estrellaron las balas y la sangre de unos gloriosos generales carlistas. Sus cadáveres no fueron llevados al cementerio de Estella, en cuyo panteón, levantado por el Duque de Madrid, re- posan los generales de la tercera guerra carlista (1870- 1876). Al hacerse las excavaciones para la cimentación de la Casa de Ejercicios, actual convento de benedictinas, apa- recieron restos humanos en diversas sepulturas individua- les, y botones de uniformes militares, a escasos pasos del lugar donde fueron fusilados. Los restos fueron transporta- dos al cementerio, sin que nadie supiera su origen y cali- dad. Apareció también el esqueleto de un hombre de gran altura, con las manos atadas a la espalda, en perfecto es- tado de conservación. Fue dejado en el mismo lugar, que puede localizarse entre la acera y el camino que conduce a la Casa de Ejercicios. Es probable que los restos perte- necieran al secretario Ibáñez, a quien Pirala describe como «un hombre atlético de singular estatura». Así permanecieron durante más de cien años, totalmen- te ignorado el lugar del enterramiento, sin una cruz ni una señal que revelara su sepultura, como un secreto de estado tendido sobre la tumba desconocida de unos soldados cu- yas gestas fueron inmortales. No podría explicarse la caída de Granada en 1492 sin la campaña de confusión y división propiciada por Fernando el Católico desde su Real de Santa Fe, ni la caída de Na- poleón Bonaparte sin los astutos manejos e intrigas del obispo Talleyrand. La revolución del general Maroto tuvo también una preparación. El 25 de febrero de 1838 se es- tablecía en Bayona Avinareta Ibargoyen, madrileño de san- gre vasca. Contó con una red de colaboradores, espías y ayudantes, como Lorenzo de Alzate y Domingo de Da z0, Eustaquio de Amilibia, jefe político de Guipúzcoa, y los agentes Jáuregui, Muñagorri, y la señorita Taboada. Esta- bleció un centro de espionaje en San Sebastián, mantenido por el gobierno de Madrid, y organizó una campaña de des- moralización, fingiendo conspiraciones y falsificando cartas. inició el trabajo en las líneas carlistas de Hernani, promo- viendo una campaña de paz, interesando en ella a los pa- rientes de los soldados con el fin de que inculcaran a éstos la idea de abandonar las armas. Se proponía también desarrollar el odio contra los castellanos, y de modo es- pecial contra don Carlos y su esposa la Princesa de Beira, y lograr una escisión entre los navarros y los vasconga- dos. Este es, extractado, el programa del maquiavélico Avi- ió

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