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trada de un convoy saboyano con auxilio de pólvora, en socorro de los sitiados. El campamento se hacía lenguas del valiente jovenzuelo, animoso y agilísimo en aquellas monta- ñas del Piamonte. Firmada la paz, se licenciaron las tropas. Miguel Adrián de Redín volvió a España, quedando su hermano menor en Italia, por petición expresa del maestre de campo don Manuel Pimentel, que apreciaba muchísimo su valor. Poco tiempo después se encontraron los dos hermanos en su barrio de San Cernin, junto a su madre. El muchacho valiente, con sus veinte años, ostentaba las primeras cica- trices en su cuerpo y los primeros vicios en su alma. Con los veteranos había aprendido a ser sufrido, arrojado. caballeresco, junto con los defectos de su tiempo: fanfarro- nería, agresividad y libertinaje. Por entonces le dominaba la pasión de lucir las galas y adornos, la gallardía de sus años. Algo que nunca olvidó fue su amor al terruño nativo, que en cierta ocasión le hizo saltar a un escenario en Madrid y acuchillar a los cómicos. El pequeño Redín era un gran navarro y un buen español. Todo hacía falta en aquella Espa- ña del siglo XVII. En aquella época, los grandes caracteres solían refugiarse en el mar. Así encontramos a los dos hermanos en la armada de las Indias (América). Mientras tanto, se están formando las flotas de Inglaterra y Holanda, con sus corsarios, que irán arruinando lentamente el imperio español. Ocultos en las Pequeñas Antillas, vigila- ban el paso de los galeones españoles y se hacían dueños de los cargamentos de oro, plata y piedras preciosas, sin molestarse en trabajar para adquirirlos. La primera actuación de nuestro biografiado fue llevar tropas de Cádiz a Sevilla, para guarnecer la capitana del navegante navarro marqués de Cadreita. Después fue ascen- dido a capitán provisional de mar y guerra, encomendándo- sele el mando del galeón Espíritu Santo, destinado a buscar perlas en la isla Margarita. Se cumplía su primera ilusión: mandar un navío. Con sus veinticuatro años debía tener a raya a los galeotes, gente del arroyo, a los artilleros, marine- ros, grumetes, pajes, peones, marineros de pica, arcabuceros y mosqueteros. Muy pronto experimentó la tripulación cómo era el genio de su jefe. A la hora de la siesta, que en España dicen que hasta los santos la practican, estaban dos soldados discu- tiendo en voz alta, de modo que impedían el reposo de su jefe. Salió éste de su camarote. los puso en paz, y reanudó la siesta. Al poco rato surgió de nuevo el alboroto, volvió a salir Redín y los separó. Por tercera vez discutieron los sol- dados en voz alta, y como no hay genio peor que el causado por la siesta interrumpida, saltó Redín de su cámara, echando chispas por los ojos. El causante de la discusión, al verlo venir de aquel talante, asustóse y se arrojó al mar, pero su jefe le siguió nadando un buen rato hasta que lo alcanzó y lo cosió a puñaladas. Después, volvió tranquilamente a rea- nudar la siesta. Desde entonces supo la tripulación que Redín no sufría bromas a ciertas horas. Navegó con los grandes marinos guipuzcoanos Oquendo y Larráspuru. Con este último se distinguió al descubrir, cerca de las Azores, a una flota holandesa que esperaba a los galeones españoles portadores de siete millones de pe- sos oro. Se acercó con su bajel sagazmente a los holandeses, in- vestigó su número, su armamento, sus pertrechos, y lo puso en conocimiento de su almirante, que pudo poner a salvo
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