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dientes; ellos mismos afirmarán más tarde que temían más a su madre que a un regimiento de arcabuceros. Junto con el buen gobierno de la casa, doña Isabel proporcionó a sus hijos una buena educación espiritual y moral, primeramente en el hogar, y, luego, en los colegios de la ciudad. Bajo la mirada de su madre se fue abriendo a la vida el pequeño Tiburcio de Redín y Cruzat, adquiriendo cierta cul- tura en el colegio de los jesuítas, lo mismo que lo habían hecho sus hermanos Miguel y Martín. Era una cultura no muy amplia, la que se estilaba entre las familias linajudas, que no aspiraban a sobresalir en el campo de las letras. Sus cartas demuestran soltura de expresión, no mala caligrafía, con una rudeza militar en su estilo y redacción. El P. Anguia- no le supone, al tiempo de su conversión, buen latino y bien leído. Hacía tiempo que sus hermanos Miguel y Martín se ha- llaban en las campañas de Italia, presa disputada en aquellos años por Francia y España. Era el pedestal de sueños para los voluntarios españoles. Las proezas de sus hermanos se comentaban en el barrio de San Cernin, y más aún en las tertulias de la baronesa de Bigúuézal. El muchacho se llenaba de ilusiones y la madre animaba a sus hijos a ser algo en la vida, a no contentarse con una existencia aldeana. Un día del año 1612, cuando el benjamín de casa apenas contaba catorce años, pudo lucir sus arreos militares. De rodillas en el zaguán de la casa señorial, recibió la bendición de su progenitora, quien con sus mismas manos le ciñó la espada. Montó el muchacho airosamente su caballo, atravesó la enorme portalada acompañado de un doméstico. y picó espuelas, mientras respondía a los adioses de su madre y de los vecinos del barrio. En esta despedida no hubo lágrimas. La baronesa no las prodigaba, y menos en trances solemnes. Ya tenemos al pequeño, camino de Italia, donde se encon- trará con su hermano Miguel Adrián, capitán a los veinti- cuatro años. ¡JUVENTUD, DIVINO TESORO! El duque de Saboya se creía con cualidades de libertador de Italia, aprovechándose de los recelos y guerras entre Es- paña y Francia. No era nueva la teoría de Cavour sobre la unificación italiana. El duque movilizó sus tropas contra Milán, punto clave de los dominios españoles en sus dos ramas de la Casa de Austria y España. Las tropas españolas derrota- ron totalmente al de Saboya, aunque perdieron parte de las ganancias en los tratados de paz. El italiano siempre fue buen diplomático. Por segunda vez se reanudó la guerra, cercando los espa- ñoles la plaza fuerte de Vercelli. Para asaltar el castillo de San Andrés se pidieron voluntarios, y allí se presentó nues- tro joven. Los voluntarios seleccionados se hicieron dueños del castillo y aguantaron el contraataque, quedando el peque- ño Redín herido y maltrecho, hasta quedar asegurada la po- sición. Se había encontrado con su hermano y a su lado realizaría toda la campaña italiana. Aún se verificaron diver- sos asaltos, distinguiéndose nuestro mozo al impedir la en- is

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