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zación de Cumaná, los Llanos de Caracas, Maracaibo, Isla Trinidad y Guayana, pacificando y civilizando las tribus de indios palenqueis, cumanagotos, chacopatas, maicanos y pl- ritus. No era, no, el manso que lleva los toros al degolla- dero, como le acusaban algunos religiosos. Era necesaria esta actividad, este ir y venir buscando adeptos, este derro- che de voluntad y de fe, pues la vida de un misionero no es un vivir, sino un amar. Cuando se despidió de sus com- pañeros no les descubrió el presentimiento que tenía de que no volvería a verles. En medio del temporal, fray Francisco charlaba con los tripulantes del barco como si nada ocurriese. Los oficiales le recordaban sus campañas militares, pero él desviaba la conversación temeroso siempre de que se le metiera dentro la vanidad y la soberbia. En Cumanagoto pidió limosna de vino y cera para ayudar a los misioneros del pueblo. Todos le auxiliaban, e incluso al capitán Montano, jefe del patache, le dio a conocer que traía orden de su superior Pedro de Ursúa, general de la Armada y navarro también, como fray Francisco, de prestarle toda la ayuda que necesitara. Llegaron a la casa-misión y entregaron el donativo. Llovía torrencialmente, al modo tropical. invitaron a fray Francisco a despojarse del hábito, que era muy pesado —sayal basto y común— y podía perjudicarle secándose sobre el cuerpo. Pero, aunque la Regla no se lo prohibía, fray Francisco se negó. Escribió cartas y regresó al patache. Poco después le acometía una fiebre altísima con intensos dolores: una pul- monía con renovación de su gota y reumatismo.
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