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desde tiempos pasados, al arribar los descubridores portu- gueses. Tuvo, pues, éxito grande la misión, pero eran tan sólo doce los operarios y el P. Alessano encargó al P. Sessa y a fray Francisco, que volvieran a Europa en busca de ayuda. Embarcaron en un navío inglés que al cabo de cinco meses remontaba el Támesis, el 4 de marzo de 1646. Los dos frailes anduvieron por las calles con el hábito puesto y no dejaron de infundir sospechas, sobre todo al ser buscados por los católicos. Dominaba el dictador Cromwell, triunfaba el puritanismo, el rey se hallaba sitiado en Oxford y la situación de los católicos era angustiosa. Se supo que a ruego de éstos, había celebrado misa el P. Sessa, y pasados unos días se notificó a los religiosos que quedaban detenidos. Dieciocho días duró su reclusión y ya se gozaban con alcanzar la palma del martirio, cuando la eficaz intervención del embajador de España les devolvió la libertad. Se les or- denó, no obstante, salir de Inglaterra en el plazo de pocas horas y se les despojó de todos los objetos sagrados, me- dallas, crucifijos y recado de decir misa. Desembarcados en Francia, fueron a pie hasta Zaragoza. En el camino enfermó el P. Sessa y alcanzó a llegar a su convento de Aragón, donde falleció santamente. Fray Francisco dio cuenta a sus superiores del estado de la misión, de la escasez de operarios y del gran porvenir que se avecinaba. De todas partes llovían peticiones de voluntarios. La orden capuchina aún no había salido a misio- nes, pues junto con los jesuítas estaba frenando la ola pro- testante en Europa. La Compañía por medio de sus colegios, universidades y publicaciones de la Biblia; los capuchinos mediante las misiones populares, tal como lo practicó San Francisco de Sales en su diócesis de Ginebra. Fray Francisco se trasladó a Roma. Tenía que dar cuen- ta al Padre Santo de la expedición misionera al Congo. El pontífice lo recibió con amabilidad y le invitó a ordenarse de sacerdote, ofreciéndole al propio tiempo el capelo carde- nalicio y el generalato de las naves pontificias. El Papa que- ría tenerlo como intermediario entre la Propaganda Fide y el Consejo de Indias. Pero fray Francisco replicó a todo: —Santísimo Padre, soy un pecador de natural altivo y soberbio; si Vuestra Santidad no me ayuda a ser humilde me perderé sin remedio. Inocencio X le miró fijamente y le dijo: —¿Tan altivo sois, o lo decís por humildad? A lo que replicó el misionero: —Soy tal, que ni la misma tiara de San Pedro estaría segura en vuestra cabeza, a causa de mi soberbia. Inocencio X, al escuchar semejante declaración, no in- sistió más. Los patronatos regios, de que ya hicimos mención, im- pedían la puesta en práctica de un plan coordinado, ya que cada cual dependía de su propia nacionalidad. Los navarros, años atrás, se habían ofrecido al P. Tremblay como misio- neros para el Oriente Medio, siendo rechazados por no ser franceses. Así se extendía la influencia francesa en Oriente y la convivencia con los turcos. Las misiones africanas se extenderán por Angola, Bata, Abundos, Benin, Mazambi y Katanga con la conversión de su rey por el P. Antonio de Zaragoza y la de la reina Zinga por los padres Buenaventura de Corella y Francisco de Veas. Aquellas regiones habían sido evangelizadas por los francis- canos portugueses en 1491, pero su labor no fue compren- dida y tuvieron que retirarse. QOuedaban los negros semi- cristianizados, como un rebaño abandonado de vellones man- e
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