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taluña, totalmente sincronizadas y financiadas por el astuto Richelieu. Los misioneros italianos desembarcaron en Vinaroz. Tres de ellos marcharon directamente a Sevilla, mientras el P. Alessano iba con el P. Jenaro a Zaragoza para unirse a fray Francisco y, por su medio, lograr audiencia del rey. Felipe IV tenía grandes deseos de ver a su soldado pre- dilecto, terror de corchetes y alcaldes de ronda. Conseguida la audiencia, presentaron los despachos de la Propaganda Fide y el rey, para complacer a su antiguo soldado, les concedió los pasaportes sin dificultad alguna, puso un navío a su dis- posición y añadió mil escudos de limosna. Entonces compren- dió el P. Alessano quién era aquel humilde lego, pues antes de despedirse se acercó el rey a fray Francisco y abrazán- dole le dijo: —¿Cómo habéis podido abandonar el ejército en que tan- tas glorias conseguisteis? ¿Es que España y tu rey no tenían derecho a esperar de vos mayores servicios? Replicó el hermano lego: —Señor, yo soy siempre el humilde servidor de Su Ma- jestad. Si he abandonado vuestro servicio ha sido para entrar a servir al Rey de reyes, que en su misericordia infinita me ha alistado bajo la bandera de mi padre San Francisco de Asís. Ojalá pueda servir a El tantos años y con tanta fide- lidad como a Vuestra Majestad he servido. Preguntóle el rey por su nueva vida, se alegró de verle contento, le prometió toda clase de ayuda para la misión y le regaló un Lígnum Crucis bien guarnecido, encargándole rezar mucho por la: monarquía, cuyos tercios, a los que per- teneció fray Francisco, habían sido derrotados en Rocroy (1643). Comenzaba la postrera aventura de fray Francisco. En Se- villa esperaban los misioneros italianos y cinco españoles, los padres Miguel de Sessa, Juan de Santiago, José de Antequera, Angel de Valencia y Jerónimo de la Puebla. Siguieron nuestros viajeros la ruta de Madrid al Sur que por Despeñaperros enlaza Castilla con Andalucía. Las ventas del camino hablaban al pamplonés de sus antiguas fechorías, especialmente en Yébenes, donde el ventero les preguntó por un tal señor Redín, pendenciero y camorrista, que siem- pre que pasaba por allí les daba de palos y pescozones. Sabía que se había metido a capuchino y dudaba de su perseve- rancia. Fray Francisco respondió: —Ese Redín soy yo mismo que os habla, y lamento lo pa- sado y os pido perdón de mis andanzas. Dicen que el ventero cayó de rodillas como si viera un ánima en pena. En Sevilla, cada esquina, cada figón, cada aposento le re- cordaba a fray Francisco episodios de su azaroso pasado. Al principio permaneció oculto, pero todo el mundo quería verle y salió en una procesión llevando la cruz al frente de la comunidad. Al pasar por una bocacalle donde había dado muerte a un contrincante no pudo resistir y se retiró. Los sevillanos no dejaban de comentar el cambio operado en la vida del altivo señor de Redín, al que aplicaban el viejo refrán castellano de «harto el diablo de carne, se hizo fraile», que los franceses, un poco menos contundente, traducen con aquello de que «quant le diable est vieux, il se fait ermite». Reunidos los expedicionarios se hacía preciso contratar un barco que los condujera a su destino. A punto de cerrar el contrato presentóse un hebreo que ofreció mayor cantidad. Fray Francisco mostró el documento del rey, pero los nego- Pd O

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