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señoríos del mundo, sólo por imitar la pobreza de Cristo Señor nuestro. Era amable con el prójimo y duro consigo mismo. Debía mantener a raya los vicios que hasta los cuarenta años le habían dominado: la lujuria y la soberbia. Pobreza y mortificación se confundían con las aspiraciones de nuestro penitente. Su fuerte contextura y corpulencia le permitían soportarlo todo, pero sus superiores tuvieron que llamarle la atención. Algo de esto supo su prelado y padre espiritual fray Diego de Ujué, que iba tras la re-forma, re- creación, dragado, siembra y poda de aquel aspirante de la hora veinticinco que con un empuje hercúleo se empeñaba en adentrarse en un mundo nuevo, desconocido para él, a base de un dominio y autorrepresión de sí mismo. Doña Isabel de Redín, felicitada por el virrey de Navarra a causa de la buena fama de su hijo, contestó: —Como no haya perdido el ánimo que Dios le dio, mi Ti- burcio ha de llegar a ser un santo, porque pone toda la vida en lo que una vez ha emprendido. DIMES Y DIRETES Fray Francisco había reñido muchas batallas. Sólo le fal- taba ganar el combate contra sí mismo, contra sus vicios y pasiones. Fue en los primeros días de agosto de 1638 cuando realizó su profesión religiosa. Antes había hecho testamento, despojándose de todas sus pertenencias. Recordó en él a sus parientes, a sus sobrinos de Sarría-Larráin, a los huérfanos de Pamplona, a la cárcel, a las cuatro parroquias en que se dividía entonces la ciudad, al lugar de Redín y al colegio de la compañía de Tarazona. Al hospital de Pamplona cede sus muebles, tapicerías, can- delabros de plata y otros objetos y entrega al provincial de Aragón quince mil sueldos jaqueses para fundar un convento de capuchinos en Tafalla, donde había ofrecimiento de casa. y terrenos. Un suceso contribuyó a realizar la metanoya en su alma. Fue la muerte de su madre doña Isabel. Frisaba la dama en los ochenta años y quería tener a su lado al hijo menor en la hora crítica. Don Martín, el Gran Maestre, logró el permiso, y fray Francisco se puso seguidamente en camino desde Zaragoza a Pamplona. Hizo el viaje a pie, sin aceptar las ca- balgaduras que le envió su madre con el capellán. La visita de fray Francisco reanimó a su madre, y creyén- dola bien del todo, después de unos días se marchó a Peralta a esperar noticias. Una crisis repentina impidió que se le pudiera avisar y doña Isabel falleció el 14 de septiembre de 1642, siendo enterrada en la iglesia de San Cernin. Fray Francisco, comprendiendo la inutilidad de su presencia en Pamplona, regresó inmediatamente a Zaragoza. Se iba produciendo el dragado, la siembra y la poda en su alma. Y aquella muerte no le mostró la vacuidad de la vida, sino lo llena que estaba aquella vida. Viendo pequeñas miserias renació en él el embrujo del mar. Quería ser aventurero a lo divino, pues no en vano es- taba emparentado con San Francisco Javier y con el misio- nero agustino fray Martín de Rada, pamplonés también, após- a

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