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y que nadie puede servir al rey si no es para su conde- nación». Mas, en fray Francisco nunca morirá el militar o el ma- rino, pues todas esas cualidades le serán necesarias en sus misiones del Congo y Venezuela, así como sus conocimientos y amistad con el rey y los jefes de las diversas armadas. Mucho se impresionó doña Isabel al conocer la decisión tomada por su hijo. Era el último que le quedaba llamado a perpetuar sus apellidos, y no había contado con ella para nada. Don Martín, el Gran Maestre, no dio ningún paso para modificar el curso de la vida de su hermano. Algunos acudieron al rey. Pero Felipe IV, que se debatía entre consultas con la Madre Agreda y debilidades pasio- nales, se contentó con decir: —Dejadle con su vocación, pues, aunque siento la falta de tan gran soldado, espero en Dios que no nos ayudará me- nos con sus oraciones, que pudiera hacerlo con su espada. Comienza aquí la vida de un santo. Se han escrito muchas vidas de santos, deshumanizando muchas veces al protago- nista, haciendo de él todo menos un ser de carne y hueso. O tan austero que resulta positivamente repulsivo, o tan ama- ble y servil que da en empalago. En ambos casos se nos da una visión subjetiva y mixtificada en vez de una realidad objetiva. Redín, hombre de guerra, se propone seguir un camino en el que estaba muy atrasado a sus cuarenta años de edad. Siempre habrá en él un militar y un capuchino, pero domi- nando a la postre este último en el camino hacia Dios. Por- que desde este año de 1637 pertenece a ese batallón que se pierde para el mundo porque se pierde en Dios. El sentido del deber produce un soldado, pero nunca un santo. El deber se cumple como un servicio, y la santidad es amor a Dios. Y en este orden de cosas, el antiguo señor de Redín andaba un poco, y más que un poco, descuidado. En el convento no se necesitaban soldados. Pero sus maestros eran hombres de experiencia y descu- brieron y encauzaron aquel fuego, aquella temeridad y aquel apasionamiento por corregir el pasado. Todo era cuestión de tiempo y de paciencia. Le entregaron el «Manual de los Hermanos legos» y le - inculcaron tres verdades fundamentales: la persona de Cristo, la Virgen María y el Sumo Pontífice. Además, le exhortaron a rezar el Viacrucis y el Rosario. De esa manera llegaría a conocer a Dios, enamorándose de El, y así lograría contem- plar el mundo con los ojos de Dios, para alcanzar la auténtica alegría de vivir, que tantos desean y pocos consiguen. Fray Francisco era testarudo. Pero la testarudez se puede convertir en virtud de verdadera fortaleza y no convenía des- truirla. Era violento y también la violencia puede transfor- marse con facilidad en celo por salvar almas. Y se podría hacer del novicio un contemplativo activo, un misionero con sus cinco sentidos. Ya decía Teresa, que para fundar su convento de Toledo se precisaban tres cosas: Dios, Teresa y cinco ducados. Con la experiencia del mundo y el conocimiento de Dios, fray Francisco sería una síntesis perfecta, como la gota de agua, rebelde al pincel y al análisis. Pero, sin embargo, ate- sora un gran conocimiento de lo interior y de lo externo. Preguntóle un día el P. Agustín de Tudela si estaba con- tento con el estado pobre y humilde que había abrazado, y respondió: —Más gozoso estoy con este hábito remendado y con la esperanza de ver a Dios con él, que si me dieran todos los e. e, € A ecc
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