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que suelen morir en el vuelo. Buscaba la santificación cuando frisaba en los cuarenta años de edad, y como las aves ma- rinas, había de morir en pleno vuelo en La Guaira a los | cincuenta y uno. Es inútil que el P. Francisco le recomiende meditación. Ya lo ha pensado horas enteras en las oscuras capillas de su parroquia de San Cernin. Y al fin, como una prueba, y mientras llega el permiso de” ingreso en la orden, autorizada por el P. Provincial, le propone practicar dos actos de humi- llación: pedir perdón al obispo de Pamplona por las discu- siones que había tenido con él a causa de la venta de Olaz- Chipi, antiguo patrimonio de los Redín, comunicándole al pro- pio tiempo su vocación, y escribir además al marqués de Valparaíso, su antiguo enemigo, perdonándose mutuamente las injurias. El barón cumplió con el obispo, que apenas le comuni- caron la visita, exclamó: —Ese hombre viene a matarme... . Pero lo hizo pasar, y al verle arrojarse a sus pies, le or- denó alzarse, lloraron juntos y quedaron amigos desde en- tonces. | También el marqués de Valparaíso recibió la carta de Redín y exclamó: —O don Tiburcio de Redín ha perdido el juicio o ha mu- dado de hábito. Pero al final de la lectura no pudo menos de emocionarse igualmente. Una mañana de julio de 1637 llegó el permiso del P. Pro- vincial. Navarra formaba una provincia capuchina con Aragón, y el noviciado estaba en Tarazona. Y allí se dirigió el aspi- rante, saliendo de su casa acompañado de un doméstico. Nada dijo ni a su madre ni al criado. Eran asuntos particu- lares. Llegados al convento descabalgaron y el barón dio unos doblones al criado, diciéndole: —Puedes volver a Pamplona. FORMACION RELIGIOSA Termina el guerrero y empieza el monje. Es la segunda y más corta etapa de su vida y en la que, pese a su interés humano, muy pocos biógrafos han reparado. Algunos lo han querido comparar con el capitán Contreras, que tenía sus cuentas con la justicia y la justicia lo sacó de su ermita del Moncayo. El caso de Redín es diferente. Otros buscan su igual en don Miguel de Mañara, no el de los autores fran- ceses, sino en el de su confesor el jesuíta P. Cárdenas. Cier- tamente que algo tienen de parecido. Siguiendo la costumbre de la orden capuchina de dejar aparte el apellido para evitar diferencias de clases, nuestro don Tiburcio de Redín se llamará fray Francisco de Pamplona. Su primera época fue de egoísmo, soberbia y atropello. La segunda, de abnegación, de entrega a los demás, de ne- gación de sí mismo. Aún tuvo el arranque, empero, de escribir desde Tarazona al conde-duque de Olivares comunicándole su ingreso en la orden capuchina, por «haber reconocido la mala fe con que se trata el servicio de Su Majestad, las maldades y bella- querías que pasan en él; y que todo es embuste y enredo os

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