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ANDANZAS Y BIENANDANZAS Ya en franca mejoría, el barón de Bigúiézal salió de su casa de Pamplona, siguió por el portal de Francia, llamado hoy de Zumalacárregui, pasó el puente de San Pedro y se dirigió directamente al convento de capuchinos extramuros, edificado en 1606 por el caballero pamplonés don Gabriel Amasa e lIbarsoro. Era superior del convento el P. Francisco de Calatorao, aragonés, gran predicador y buen teólogo, santo varón y pro- fundo conocedor del alma humana. Redín hizo sonar la campanilla, salió el portero y le pidió ver al padre guardián. El portero se espantó al oír su nom- bre y corrió con el recado. Al poco rato se presentó el P. Francisco, al que Redín espetó a bocajarro: —Quiero ser hermano lego en los capuchinos. El superior, en un principio, no hizo mucho caso de la petición, pues ignoraba si se trataba de una inclinación mo- mentánea o tenía más profundas raíces. Para sondear mejor aquellos sentimientos era preciso hablar, no en una habita- ción, sino en la huerta, junto al río Arga, que por aquel paraje discurre caudaloso y quieto. Allí, en un rincón, existía la pequeña ermita de la Magdalena. Buen abrigo para que el gran pecador contara su vida y milagros. No, no era cosa del momento, ni le movieron a dar este paso las ingratitudes del conde-duque de Olivares, ni la pe- drada recibida en la Puerta del Sol. Su inclinación venía de siete años atrás. Siete años en que le consumía la desazón, en que no se sentía tranquilo y trataba de sofocar su des- concierto interior por medio de viajes, luchas y aventuras. Una vocación no se improvisa. Es menester, quizá, un re- medio duro para conducir al hombre hacia Dios. Para San Ignacio de Loyola fue una herida en el sitio de Pamplona. Para Redín, una vulgar pedrada que le dejó sin sentido. Redín confesó al P. Francisco que en medio de su vida agitada había conservado cierta devoción a la Virgen María. Así se lo enseñó su madre cuando era niño, y las enseñan- zas de una madre dejan huella profunda en el corazón de sus hijos. El P. Superior insistió en que lo pensara bien, que la vida en la orden capuchina no era fácil, pero fue más tenaz la réplica de Redín. Había pasado muchos años en viajes y aventuras, y no era el menor trabajo el de haber calzado zapatos ajustados que le producían inmenso dolor... De nuevo el P. Francisco trató de disuadirle. Había que estudiar mucho para llegar a ordenarse de sacerdote. Pero el barón le dio, poco más o menos, la misma respuesta de los militares americanos al ingresar en la trapa de Getsemaní después de la guerra mundial: «No buscamos el bienestar ni la comodidad, sino acercarnos más a Dios. No queremos ser sacerdotes, sino hermanos legos, para mayor humildad, y aprender a obedecer, ya que en las fuerzas armadas hemos estado mandando». Así fue la respuesta de Redín, y así responderá al obispo de Tarazona y al Papa Inocencio X. Era aquello una reacción, y toda reacción va al otro extremo; si se quedara en el cen- tro no sería reacción. No, no le interesaba ser sacerdote, porque ello suponía una dignidad y podía resucitar en él la antigua soberbia, y más aún cuando Inocencio X le ofreció el nombramiento de cardenal de la Iglesia. Iba decidido a todo. Había en él algo de los pájaros ma- rinos, tan difíciles de capturar y tan constantes en su viaje, e PA
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