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. - por la Puerta del Sol la princesa Carignano, esposa del prín- cipe Tomás de Saboya, súbdito de España y traidor en el concepto de la época, a quien Felipe IV asignó una pensión de 48.000 ducados. El pueblo madrileño no entendía las ra- zones de aquel despilfarro y arma una trifulca al paso de la princesa. Tras el choque de las espadas volaron las piedras y cascos de teja, en medio de imprecaciones a la extranjera. Redín, en un gesto caballeresco, salió a caballo, seguido de sus criados, en defensa de la dama. Una piedra le dio en la cabeza con tal violencia que perdió el sentido. Cayó de > montura y quedó tendido en el suelo sin dar señales de vida. El populacho, olvidando la reyerta, se arremolinó en torno al herido y los lacayos lo metieron en un coche y lo llevaron a la posada. Pronto circuló por Madrid la noticia de que había muerto, y en verdad que los propios médicos manifes- taron su pesimismo, pues temieron que tuviera fracturada la base del cráneo. Al día siguiente se inició una leve mejoría. No existía fractura de la base craneana. Al recobrar el conocimiento lo primero que dijo fue: - —¡María Santísima! ¿Dónde estoy? Los criados le contaron todo. La algarada, el combate, la pedrea, su caída del caballo y, como consecuencia, la cabeza vendada. Aquello era una humillación para el carácter de Redín. Transcurridos unos días pidió que le dejasen solo. Al sen- tirse cerca de la muerte había buscado consuelo en los con- sejos de uno de aquellos capuchinos de San Antonio del Prado, tan solicitados en el trance supremo y con quienes había trabado conocimiento en ltalia. Después de tantos combates como salpicaban su azarosa vida, gustó del descanso puro del alma. Ya no le importaba morir. Recibió los Sacramentos y se sometió a la voluntad de Dios. La temible espada pendía de la pared, mudo testigo de sus proezas. Era el año 1636. Catorce años antes había sido elevado a los altares un paisano suyo: Francisco de Javier. Nuestro capitán le recordó con estas palabras: —¡Qué héroe! Jamás caballero andante pudo ni supo rea- lizar proezas como las de Javier. Y cuánto más dignos de imitación son tanto él como los demás misioneros, que esos otros apuestos mancebos que cargados de joyas y vestidos de todas armas, recorren lejanas tierras en busca de aven- turas que ningún provecho reportan a la Humanidad. Y yo he sido del número de estos necios. ¡Qué vacía de buenas obras ha sido mi vida hasta ahora! Toda una vida de ambiciones, de luchas y de gloria se desplomaba como un castillo de arena. Francisco Javier había muerto a los cuarenta y seis años. En cambio él, muy cerca de los cuarenta, se encontraba vacío y hastiado, aunque nada material le faltaba. ¿Dónde hallar un nuevo rumbo? Le urgía abandonar la corte y retirarse a Pamplona a meditar sere- namente. Allí encontró lo que buscaba, que como escribió después Gabriela Mistral, «la pequeñez de mi terruño me parece a mí la de Hostia consagrada, que remece al creyente con su cerco angosto y blanco; servimos a ese mínimo, llamándolo el con- tenedor de todo. Y ese terruño y esa Hostia que a otro hará sonreir o pasar de largo, a nosotros nos hará caer de rodillas ». Aquí encontró su rumbo nuestro amigo. En su tierra, junto a su madre, en su parroquia de San Cernin, donde fue bauti- zado, y en el convento capuchino de Errotazar. ds

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