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encontró algo que no esperaba: un rostro muy conocido, con unos ojos relampagueantes y una expresión que nada bueno presagiaba. Con frases duras y ademán descompuesto pidióle cuenta Redín de la tardanza en disponer los despachos, así como de la negativa a concederle la audiencia hacía tanto tiempo solicitada. Y se despidió clamando con voz de trueno: —Si su excelencia no me atiende pronto, dejaré el Ejér- cito y me retiraré a mi casa. Ya nos podemos imaginar la sorpresa de Olivares, que no era precisamente una malva, pero que se veía enfrentado a aquel irascible espadachín que hacía siempre lo que pro- metía. Accedió de momento a todas las demandas de Redín, pero éste, aunque gozaba de la protección del rey, se dio cuenta de la barbaridad cometida y se metió en su casa fingiéndose enfermo, poniendo los hechos en conocimiento de don Jerónimo de Ayanz. Pensó marchar a América, pero como sabía que le bus- carían en Sevilla, huyó a Salamanca, arreglándoselas al fin para llegar a Panamá. Cuando se creía seguro, el virrey del Perú, conde de Chinchón, le comunicó que había recibido orden de encar- celarle. Pero como ambos eran amigos idearon la forma de acatar la orden de una manera singular. Redín regresaría a la Península como capitán del barco prisión, dando palabra de no escaparse. Buscaría un encuentro con los holandeses, y m lograba salir vencedor, era fácil que recobrara el favor el rey. El fugitivo cargó el barco con mucho lastre, mandó clavar la artillería, por lo que algunos le tacharon de loco, y se hizo a la mar. A los dos días topó con un barco holandés y mandó hacer un disparo en señal de que se entregaba. La tropa estaba oculta en las bodegas. Se acercaron los dos galeones y los españoles echaron el puente. Redín, fingiéndose nuevamente enfermo, pidió al capitán holandés que parlamentara con él, y apenas lo tuvo en su presencia, lo mató de un tiro de pistola. Esta fue la señal convenida para la tropa oculta, que salió de sus es- condites y asaltó el barco enemigo. Los holandeses que habían pasado al navío español tra- taron de utilizar la artillería contra los marineros de Redín, que ocupaban el barco holandés, pero ya vimos que se ha- llaba clavada y fue recurso inútil. A partir de este instante se produjo una degollina general. Y Redín arribó a Cádiz con los dos barcos y una gran popularidad. Desde allí escribió al rey y a Olivares, que templó su enojo. Hombres de la categoría del barón de Bigiézal no abundaban tanto como la situación internacional lo requería. Había que contar con ellos. Porque el cardenal Richelieu fomentaba continuamente re- voluciones y guerras contra España. Animaba y financiaba a los suecos para invadir los dominios de la Casa de Austria. Hubo momentos, en diversos tratados de paz, en que se en- frentaron dos capuchinos: el P. Jacinto de Casale por parte del Imperio y el P. José de Tremblay en representación de Richelieu. El cardenal infante don Fernando derrotó a los suecos en la batalla de Nórdlingen, y Richelieu, pretextando la intro- misión española, declaró la guerra a España. Los tercios es- pañoles de Flandes se aproximaron a París; un ejército se movilizó desde el Milanesado, y siguieron otras invasiones de Francia, a modo de distracción de fuerza, desde Cataluña y Navarra. e. PEN

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