BCCCAP00000000000000000001730

talento, de familiares en los cargos públicos, y mantenía al rey Felipe IV, que simpatizaba con Redín, distraído con sus frecuentes devaneos amorosos. El conde-duque pretendía que nadie llegara a tener amistad con el rey. De aquí sus tri- fulcas con Quevedo, que no le perdonaba sus amenazas y bravatas. Los embajadores venecianos describen a Olivares como «hombre de temperamento sanguíneo, colérico, de feliz memoria, incansable para el trabajo» (Luigi Mocenigo). «Hom- bre capaz y astuto, no bastantemente estimado, muy prudente y perspicaz, asiduo al trabajo, día y noche; religioso, pío, amante de lo justo, pero colérico, impetuoso, terco, hasta el punto de no querer oír, muchas veces, a los que mantenían opiniones contrarias» (Luigi Contarini). Será uno de los enemigos de Redín. En forma indirecta, retendrá sus nombramientos, haciendo recaer la culpa en otros, hasta que el navarro se le haga el encontradizo en el camino del Buen Retiro y le cante las verdades con ame- nazas de muerte. No es que Olivares fuera un gran político. Frente a él se levantaba el cardenal Richelieu, que tenía mucho de fran- cés y poco de cardenal, asistido por su secretario el capu- chino P. José de Tremblay, a quien llamaban «Su Eminencia Gris» por el color de su hábito. El cardenal se unió a los protestantes, aliados con la Casa de Borbón francesa, para tratar de humillar a ambas Casas de Austria. De él dijo el Papa el día de su muerte: «Ha muerto el cardenal de Richelieu; que Dios le perdone; porque, si hay un Dios, como es cierto que lo hay, harto trabajo tendrá en ajustar las cuentas al cardenal». Por aquel tiempo fue Redín protagonista de dos aventuras singulares, muy propias de su carácter. Asistía en Madrid a una representación teatral, en la que Gracián decía, con su lenguaje conceptuoso, que «como Navarra es un punto de España, todo son puntos y puntillos en Navarra», y de Pam- plona, que tenía «más de corta que de corte». El público celebraba la gracia, hasta que Redín, picado en su amor propio, saltó al escenario y espada en mano, con amenazadores ademanes, se encaró con los cómicos y el público y retó a todos a batirse con él. De sobra conocían el genio irascible de Redín, que con la espada daba consejos muy duraderos, y los cómicos escaparon, mientras el público abandonaba rápidamente el local. El otro episodio, nada versallesco, se relaciona con el conde-duque de Olivares, de quien tenía solicitada de ante- mano una audiencia que diplomáticamente se demoraba. El conde-duque se emperró en no concederla, tanto como Redín en obtenerla. El motivo era que Redín estimaba que había lentitud en despachar sus papeles para la armada de Cataluña, como lo indica en carta que escribió a don Jerónimo de Ayanz, alguacil mayor de Navarra. Debido en gran parte al espionaje de varios países, el conde-duque solía emplear su coche como sala de visitas y recepción de embajadores, amén de ir todos los días a ver las obras del Buen Retiro. En cierta ocasión, Redín plantóse en medio de la calle e hizo señas al cochero del conde-duque para que se detuviéra. El cochero arreó a las mulas creyendo que se trataba de algún borracho, y entonces Redín se abalanzó sobre ellas, cortó con la espada los tirantes y obligó al coche a detenerse. Envainada la espada, se acercó a la portezuela, al tiempo que Olivares sacaba la cabeza por la ventanilla para indagar lo sucedido y reprender al cochero por su detención. Pero a E

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz