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capitán aspiraba al cargo de almirante, y por dos veces barajóse su nombre para la flota de Nueva España (México). Pero fueron otros los preferidos. Su hermano Miguel Adrián recibió el nombramiento de almirante general de los galeones de otra flota que se pre- paraba para castigar a los piratas de las Pequeñas Antillas. Tiburcio se embarcaría como mero capitán. Era general de la flota el también navarro marqués de Cadreita, que antes de zarpar hizo público el bando de rigor: «Tengan gran cuidado con hacer que la gente de mar y gue- rra vayan confesados y comulgados, para que Dios Nuestro Señor nos dé buen viaje». Por la noche cantaban la Salve. La travesía hasta las Antillas duraba de treinta a cuarenta días, con escala en las Islas Canarias. Recaló la escuadra en la isla de San Bartolomé, de donde escaparon los piratas. Pasaron después a la de San Martín, cerca de Puerto Rico, madriguera de corsarios, y el marqués de Cadreita dio orden al capitán Redín de ponerse al frente de una compañía de arcabuceros y explorar el terreno. De- trás irían las demás compañías. Redín subió a la copa de un árbol y desde allí, con una bandera blanca indicaba a la tropa el camino a seguir. El fuerte estaba bien defendido y, para llegar hasta él, era ne- cesario pasar un pedregal. El calor era asfixiante. El capitán quiso para sí este combate. Reunió a los suyos, atravesó rápidamente el pedregal, colocóse al pie del fuerte y sorprendió al enemigo. Muerto el gobernador, los defenso- res izaron bandera blanca de capitulación. Redín tuvo muy pocas bajas, pero quedó herido en el pecho y en un brazo. En esta misma campaña murió su hermano Miguel Adrián en un combate contra los holandeses. Perdidos los dos bra- zos, siguió dando órdenes hasta que una granada le destrozó las dos piernas. Aun así, mientras se preparaba para la muerte, logró salvar el galeón, que entró en La Habana para dar sepultura al barón de Bigúézal. En un día de otoño, ya de vuelta al solar patrio, el capitán Tiburcio de Redín caía en los varoniles brazos de doña Isabel de Cruzat, consolándola por la muerte de Miguel Adrián, aunque sólo podía abrazar a su madre con el brazo derecho. El izquierdo estaba inválido. REDIN Y OLIVARES Con la desaparición de Miguel Adrián, la baronía de Bi- gúézal habrá de recaer en el capitán de mar y guerra. Se le describe como de gallarda apostura, cuerpo fornido, «dotado de singular ligereza para saltar, trepar, nadar, esgrimir y jugar a la espada negra y blanca, la pica, el mosquete y las demás armas». Ciertamente que debía poseer tan buenas cualidades, pero quizá sus contemporáneos se inclinen a exagerar sus proezas de valentón, para que sea mayor el contraste con su radical cambio de vida. El contrincante del barón de Bigúiézal va a ser ahora nada menos que el poderoso conde-duque de Olivares, que no tomaba en serio los avisos de los navarros cuando le in- formaban de los movimientos de tropas francesas hacia Fuen- terrabía, que se rodeaba, con menosprecio del verdadero o

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