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El 4 de marzo de 1624 quedó firmada la concesión, y en una solemne ceremonia, apadrinado por un Grande de Es- paña profeso de dicha Orden, recibió la investidura en Sevilla. Alegando quiebras de salud, aunque no fuesen muy gran- des, don Miguel Adrián consiguió del rey una cédula por la que se aba a su hermano menor, capitán provisional de su compañía, que se hallaba en alta mar a las órdenes del almirante azpeitiano Tomás de Larráspuru. Se había con- seguido con disimulo el nombramiento para Tiburcio, quien recibía la orden de embarcarse en un galeón que por el mes de marzo salió para reforzar la armada. La ambición de nuestro caballero santiaguista era llegar a ser almirante de una flota, donde no tuviera que depender de nadie. Su hermano Miguel desarrollaba este cargo en sustitución de Miguel de Echezarreta, cuando la nave almi- rante se alejaba del resto de la armada. Era necesario des- alojar a los filibusteros ingleses y franceses de sus guaridas en las islitas del mar Caribe, madrigueras peligrosas para el Imperio. Esta clase de piratas se hallaba amparada en gran parte por Richelieu, que buscaba destruir o apoderarse de los tesoros que venían de América, que mantenían la eco- nomía española y que eran la base de sus ejércitos, espe- cialmente de la infantería, invencible hasta la batalla de Rocroy. La escuadra del pirata holandés Piet-Heyn, ——Pata de palo le llamaban los españoles—, se había apoderado en el puerto de Matanzas, en la isla de Cuba, de varios galeones cargados de plata, en momentos en que el erario español se hallaba en situación angustiosa. El 15 de enero de 1629 era nombrado Redín el joven, ca- pitán de guerra y mar efectivo, y en su campaña filibustera se juntó con Fadrique de Toledo, Martín de Vallecilla y An- tonio Oquendo. Unos años antes había Redín vivido un lance donjuanesco que influyó decisivamente en su orientación marinera. Sevilla, ciudad rica y lugar de trasiego de gentes, también lo era de aventuras, lo mismo que Lima, donde las limeñas tenían veinticinco maneras de guiñar los ojos. El señor de Redín, con sus galas militares, un sueldo contante y sonante y su gentil apostura, era un peligroso hechizo. Una dama sevillana, a través de su celosía, dejó entrever al navarro una fácil conquista. Llegada la noche, y seguro de la ausencia del marido, entró Redín en la casa como en terreno conquistado, pero fue sorprendido por los criados, que avisaron al marido. Acudió éste rápidamente, se alborotó el vecindario, y el intruso, hurtándose en las tinieblas, pudo escapar hacia el Guadalquivir y meterse en una embarcación que lo sacó de allí antes del amanecer. Zumbándole en los oídos la gritería, juró vengarse. Se presentó al jefe de la armada en Cádiz hablándole de una empresa secreta en favor de Su Majestad. La tal empresa consistía, ni más ni menos, que en bombardear el barrio entero donde le habían dado semejante cencerrada. Subió con las bajeles y enfiló la artillería, pero el asistente de la ciudad le indicó las consecuencias de su acción y tuvo que regresar a Cádiz donde reveló sus verdaderos planes al jefe de la armada. La aventura le costó unos días de prisión, y al almirante una buena reprimenda llegada de Madrid. Se imponía borrar la falta cometida y recobrar la conflanza de los jefes mediante nuevas proezas. Y nuestro personaje, queriendo rehabilitarse, se alistó en Lisboa como simple sol- dado a las órdenes de don Fadrique de Toledo, Capitán Ge- neral del Mar Océano. Era en los primeros meses de 1626.

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