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LITERATURA rra", y una contraseña que equivalía a todo un programa de acción. Estaba inspirado en el Evangelio, y él le vio un sentido maravillosamente adaptado a las cir– cunstancias; era una expresión de deseos, una especie de promesa y profesión de fe de armo– nía pol ítica , de acuerdo cívico entre los diversos partidos que dividían entonces a las ciudades, pero, sobre todo, de paz religiosa. Un rasgo común a todas las sectas heréticas de aquel tiempo era la manía de las discusiones; tenían el genio de la discordia. Con su palabra de saludo: .PAZ, Francisco pro– clamaba, de entrada, que nada tenía que ver con aquéllas . .. Pero, en su fidelidad a la Iglesia, su instinto le decía que debía servirla de una ma– nera muy distinta que convirtiéndose en un an– tihereje. (Escritos inéditos, p. 225) Et sint minores. Apenas pronunció estas pala– bras , se detuvo; una idea le golpeó como una inspiración celestial: "Quiero que nuestra fra– ternidad se llame Orden de los Hermanos Me– nores" (1 Cel 38). (Op. cit., p. 232) El día en que san Francisco tuvo, de pronto, la revelación del sentido que deberían tener sus esfuerzos de renovación religiosa, no fue menos importante que aquel otro en que, en la Porciún– cula, se le reveló el evangelio de la pobreza . .. La humildad se le revelaba ahora mejor como parte integral de su alma : un germen misterioso de fecundidad nueva, de vigor y armonía para su vida religiosa. "Pobres, menores", todo un programa de re– novación de la Iglesia y la sociedad brotaba de estas dos palabras y de todo lo que significaban, como de una fuente de agua viva. Los relatos que corresponden a esta época es– tán llenos de una simple y emotiva poesía. A los impulsos de Francisco, tal vez instintivos, y por eso mi smo más seguros. respondía la alegría, una alegría que venía a asociarse a la humildad y la pobreza, para constituir como la trinidad de las virtudes franciscanas, formando también ellas una poderosa unidad. (Op. cit., p. 235) La predicación de san Francisco tenía caracte– rísticas tan peculiares que resultaba una revela– ción para sus oyentes. Era simple, y de una con- 120 movedora y misteriosa eficacia. El oyente se sentía inmediatamente tocado por su palabra, de– cidido a acompañar a aquel que venía a revelarle los ocultos resortes del alma. Su predicación no era el fruto de un largo aprendizaje en las escuelas, sino el resultado de una meditación infatigable ._ .. Surgía de él mis– mo, de su trabajo íntimo y de la respuesta de Dios. Esto confería a su trabajo misionero una rara eficacia. Se daba a sí mismo. (Op. cit., p. 145) Si Francisco nada nuevo decía, disponía para conquistar los corazones de algo que vale más que todos los artificios oratorios: una convicción ardiente; hablaba forzado por la necesidad im– periosa de comunicar a los demás su llama in– terior. Cuando se le oyó (en la catedral de Asís) recordar los horrores de la guerra, los crímenes del pueblo, las cobardías de los grandes, la ra– pacidad que deshonraba a la Iglesia, la viudez ya varias veces secular de la pobreza, cada uno se sintió herido en su conciencia ... Los pobres sintieron que habían hallado un amigo, un hermano, un defensor, casi un venga– dor. Las ideas que apenas osaban murmurar en voz baja, Francisco las gritaba, atreviéndose a aconsejar a todos sin distinción a hacer peni– tencia y amar al prójimo. Sus palabras eran gri– tos del corazón, un llamado a la conciencia de todos sus conciudadanos, algo que recordaba mu– cho los acentos apasionados de los profetas de Israel. Para comprender el cambio que aportaba, hay que leer los sermones de sus contemporáneos: declamatorios, escolásticos, sutiles, se compla– cían en minucias de exégesis o de dogmática . • . En Francisco, por el contrario, todo era incisivo, claro, práctico . Ignoraba los preceptos de la re– tórica, olvidándose por completo de sí mismo pa– ra pensar tan sólo en el fin que perseguía: la conversión de las almas. Y esa conversión no era rpara él algo vago, impreciso, que deba ocu– rrir únicamente entre Dios y el oyente. No; que– ría pruebas inmediatas y prácticas de la conver– sión. Hay que devolver los bienes mal adquiri– dos, renunciar a los odios, reconciliarse con el adversario . (Vida de san Francisco, pp. 144 ss) San Francisco y la ciencia Francisco no tiene nada que ver con la pose del doctor que enseña magistralmente; es un

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