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en una deformación de experiencias secu– lares originales, que ya no respondían a las necesidades y tendencias de las nuevas generaciones: una experiencia fundante de Dios en la libertad del Espíritu, sin condicionamientos ambientales ni presiones autoritarias, de encuentro y comunión con los otros, más allá de las exigencias de la "vida en común", y de apertura al mundo de los hombres - el nuevo sujeto social emergente-, "el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia lo caracteriza", como enfatizaría el Concilio (GS 4). Este cambio de perspectiva de una experiencia religiosa propia de un contexto sacral a una experiencia de Dios en la libertad del Espíritu, dio origen en los años posteriores al Concilio a una "crisis de trascendencia", así como a una "crisis de identidad", cuyas consecuencias son bien conocidas. En el fondo, se trataba, sobre todo, de una crisis de fe, y no sólo de una determinada comprensión de Dios y de la Vida Religiosa ligada al Universo religioso tradicional. Como contrapartida, se comenzó a valorar cada vez más la palabra de Dios, relegada a un plano demasiado formal e instrumental en la religiosidad tradicional, la gratitud del amor del Padre, la mediación de Jesucristo y la apertura al prójimo, como lugares privilegiados del encuentro con Dios. Muchos sacerdotes y religiosos cono– cieron por entonces la amargura de la 4t • • • ESPIRITUALIDAD Y FORMACION desolación, la amarga sensac10n de haber perdido el suelo vital, al comprobar que las experiencias religiosas tradicionales en las que se había apoyado hasta entonces su vida espiritual ya no eran suficientes para sustentar una auténtica experiencia de Dios y una fe personalizada y adulta, y no se sabía muy bien cómo sustituirlas. Muchos se vieron obligados entonces a rever sus compromisos sacerdotales y religiosos, enfrentando decisiones difíciles, y en no pocos casos, sin duda, apresuradas, mientras que otros cedieron a la tentación, siempre latente en el corazón humano, de huir "huir de Dios", de las diversas maneras como es posible hacerlo sin comprometer demasiado la propia seguridad, y entre ellas, una práctica religiosa rutinaria y conformista o un activismo apostólico desangelado. En este contexto, comenzaron a surgir diversos movimientos de renovación y "reavivamiento", carismáticos, pentecostales, y otros de cuño abiertamente fundamentalista, al mismo tiempo que adquirían un nuevo auge las tendencias integristas. Y en este contexto surgieron también los EED de Ignacio Larrañaga, que· si enfatizaban, especialmente en los orígenes, la dimensión trascendente de la existencia de cristiana y religiosa, tenían como punto de partida una cosmovisión netamente conciliar y abiertamente desmitificadora de una experiencia religiosa o una espiritualidad demasiado formal y ritualista; propiciando una experiencia de Dios cuyo fundamento es la fe, alimentada en la

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