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Fr. Camilo Luquín, ofm.cap. Esta nostalgia o esta "memoria" de Dios tiene su origen en las más hondas raíces de la existencia y la condición humana, allí donde lo humano se enraiza en lo divino, porque nos hizo a "su imagen y semejanza" (Gén 2, 26ss). Y, por esta razón, se puede decir que la experiencia de Dios surge muchas veces de la experiencia de su ausencia. En la conciencia de todo hombre insatisfecho de sí mismo resuena con fuerza el llamado de Dios a una integración, una identificación de sí mismo como persona. Es esa "tristeza que viene de Dios", según la expresión de san Pablo, y que "lleva a la salvación" (2Cor 7,10). En el contexto de esa situación de ausencia de Dios ("crisis de trascendencia", "secularismo") Ignacio Larrañaga fue ciertamente un "despertador" de conciencias. Despertar esa voluntad de integración y el deseo de enfrentar las múltiples amenazas que le vienen al hombre del mundo exterior -y de las que el hombre religioso estaba y está hoy menos libre que nunca-, así como también de su propio interior -las fuerzas oscuras que hunden sus raíces en el inconsciente-, es un punto de partida indispensable para una auténtica experiencia de Dios, y también uno de los contenidos esenciales de los EED, lo que Larrañaga califica como "salvarse a sí mismo", de acuerdo con la temática desarrollada en su libro Del sufrimiento a la paz. Hacia una liberación interior. El enemigo número uno de una experiencia liberadora de Dios, dice el director de los EED a sus oyentes, es el miedo, palabra clave en la espiritualidad bíblica y evangélica -como en los procesos de desarrollo psíquico del hombre-, que sugiere el elemento de riesgo que implica el llamado de Dios que, paradójicamente, se define a sí mismo a la vez como "riesgo", "seguridad" y "lugar de refugio". En el Antiguo Testamento, el riesgo se simbo– liza en el agua y el fuego, elementos ambivalentes por excelencia: "Si atraviesas. un río, yo estaré contigo, y no te arrastrará la corriente; si pasas por medio de las llamas, no te quemarás" (Is 43, 2). La invitación es a arriesgarse poniendo en crisis la propia existencia, aceptando la apuesta de la fe, saliendo a la intemperie de~de la seguridad del "seno materno", las cálidas envolturas de la costumbre y los hábitos adquiridos, poniéndose en camino, como Abraham, hacia lo desconocido, el horizonte sin perfiles ("partió sin saber a dónde iba", Heb 11, 8). Y esto es lo que sugiere también el término "experimentar" (exper-iri): explorar mientras se va de camino, manteniendo una tensión dinámica entre la realidad presente y la utopía; pero también sin hacerse demasiadas ilusiones acerca de sí mismo, relativizando los resultados, como también los fracasos, con un poco de buen humor, demasiado ausente de los hombres religiosos; y que no es sino el reflejo de nuestra desmañada, y a veces ridícula insuficiencia frente a Dios y su misterio. Si hay alguien que no se toma demasiado en serio a sí mismo este es el santo. CUADERNOS FRANCISCANOS I JULIO/SEPTIEMBRE 2006 • N" 155 ••, • $ 1

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