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214 ros, de los que emanan la luz de Dios, Dios mismo le mira y respira en él. De aquí que al sentirse perdido en la vida confiese Unamuno que cogía bríos con la casta unción de aquellos ojos. Otras diez estrofas prolongan tema tan vital para Unamuno. Hasta culminar en la estrofa final en la que se repite con el verbo en subjuntivo optativo lo que en forma indicativa había hecho ya sentir. No podemos dejar de recopiar esta últi– ma estrofa: ¡Oh mis dulces dos luceros,/ mis veneros/ de la paz que a Dios pedí/Dios por vosotros me mire/ y respire/ por vosotros Dios en mí! Este delicioso poema de tan dulce paz, irradiada por los ojos de un alma cristiana, Unamuno lo compuso en 1905. Por entonces ya planeaba su obra fundamental, Del sentimiento trágico de la vida. En esta obra quiere mostrar que el sentimiento trágico es algo inherente al Cristianismo, que es lucha, combate, agonía. Pero no es posible que olvidara que este Cristianismo de lucha y combate no afectaba al alma cristiana que tenía más a su lado. Tampoco afectaba a otras muchas. Dígalo, sí no, la Tía Tu/a, una Teresa de Jesús, casera y arreglalotodo. Como la santa carmelita, veía a Dios también entre los pucheros y en los mil negocios que ella iba arreglando, día tras día, con su cariño materno y virginal. Renuncia a las alegrías de la maternidad física para mejor poder ser madre de las muchas almas que le rodeaban. Dígalo igualmente el pueblo feliz y dichoso de Valverde de Lucerna, que vive a la sombra del cuidado de aquel varón «matriarcal», San Manuel Bueno, quien celaba su trágico dolor para hacer felices a los suyos. Que en verdad lo eran. Y bien lo manifesta– ban cuando, a coro de entusiasmo, cantaban el credo de su fe, el credo por el que se sentían felices. Esto lo sabe muy bien San Manuel Bueno. Y porque es Bueno, quiere ser Mártir, es decir, testigo de esa bendita fe que de tanta paz y alegría inundaba las conciencias de sus hijos espirituales. Aunque no a la suya. Suficientes estos testimonios, tomados de la entraña de la obra de Unamuno, para poder atestiguar que el Cristianismo no fue siempre para él combate y agonía. Obvia– mente surge entonces la pregunta: ¿Cuándo el Cristianismo llega a hacerse cisura en la conciencia hasta llegar a poderse definir como lucha y agonía? Nos parece que una de esas felices intuiciones de Unamuno, no suficientemente po– tenciadas ni por él ni por sus comentaristas, nos puede dar la clave de la respuesta. Nos referimos a la distinción, aparentemente sencilla, entre lo teologal y lo teológico. X. Zubiri, en su obra póstuma Hombre y Dios, ha hecho de esta distinción el nudo central de sus reflexiones sobre el acceso a Dios por la vía teologal o por la vía teológica. El tema merece ser estudiado con toda detención. Unamuno, de modo más leve y tran– sitorio, hace aplicación de ella al análisis de la fe, sobre la cual escribe: «La fe, al decir de los teólogos cristianos ... es una virtud teologal. Teologal, no teológica. No hay vir– tudes teológicas». 26 Es patente que Unamuno contrapone aquí la virtud de la /e, en cuanto vivencia religiosa que florece en almas sencillas, a la/e expuesta doctoralmente en los grandes infolios de los tratados teológicos De Pide. Toda la simpatía se le va a Unamuno por la vivencia religiosa de la fe. Y es que para él la fe como vivencia se 26 La agonía del Cristianismo. VI. La virilidad de la fe. O. C., VII, p. 329.

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