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pulso a aquel mo-yimiento, si bie~ Cla– ra nunca se sintiera con vocac1on de fundadora de una grande orden; le bastaba con ser la animadora de su fraternidad: "sierva de Cristo y de las hermanas pobres". Pero el autor de la Levenda de santa Clara describe otros efectos no menos dignos de atención, además de la atracción a la vida claus– tral en el mundo femenino, debidos a ' . , . la irradiación de San Damian, y preci- samente en el mismo sentido, que he– mos visto, de los efectos de la predica– ción de Francisco: "Se esparce muy luego la opinión de santidad de la virgen Clara por las re– giones vecinos, y tras el olor de sus per– fumes corren de todas partes las muje– res. Las doncellas, a ejemplo de ella, se aprestan a guardar para Cristo su virgi– nidad. Las casadas se esmeran por lle– var una vida casta. Las de la nobleza y las de ilustre rango, desechados los vastos palacios, se construyen monaste– rios reducidos y tienen a grande honra el vivir por el amor de Cristo "en ceni– za y cilicio". .. La madre invita a la hi– ja, la hija a la madre a seguir a Cristo; la hermana atrae a las hermanas y la tía a las sobrinas. .. Innumerables jóve– nes, movidas por la fama de Clara, no considerándose con aptitud para abra– zar la vida del claustro, se dedican a vi– vir el espíritu de la regla en la casa pa– terna, sin la sujeción de la letra de la regla" (7 ). No es mi objeto trazar las vicisitu– des históricas de las clarisas con sus reformas y sus denominaciones. Bas– te decir que, en estos siete siglos lar– gos, ellas han form~do y siguen fo~– mando el núcleo mas fuerte de la vi– da contemplativa en la Iglesia (8). (7) Texto ibid., 139s. (8) Cf. I. OMAECHE.VARRIA, Las clarisas a través de los siglos, Madrid 1972. Bibliografía ~ompleta. L. IRIARTE, Historia franciscana, Valencia 1979, 475- 509, ARTlOVLO$ La "orden de la penitencia" terreno abonado de la vocación apostólica femenina (9) . Como hemos visto, no todas las mu– jeres, aún solteras, que iniciaban vida de signo evangélico, se sentían llama– das a ingresar en un convento; prefe– rían realizar ese ideal en sus propias casas, no sin cierto compromiso comu– nitario. Es lo que aparece en el Memo,– riale de 1221, primera regla de la or– den de la penitencia, conocida más tarde como "tercera orden" secular. Documentos posteriores nos hablan de agrupaciones locales y regionales de hermanos y hermanas con una dis– ciplina interna bien definida, pero de– jando a salvo el carácter secular de las mismas. La misma exigencia de compromiso fraterno estable, con prácticas religio– sas en oratorios fijos y convivencia en común, pero sobre todo la necesidad de unirse para atender a las obras de caridad, llevó paulatinamente a la creación de verdaderas comunidades, en las que andando el tiempo se emi– tirían los tres votos religiosos. A veces estas comunidades se far– maban en torno a una santa mujer, que ejercía verdadero magisterio. Así, en 1228, santa Isabel de Hungría, des– pués de su voto en la capilla de los hermanos menores de Eisenach, fun– dó un hospital en Marburg para en– fermos pobres y se asoció cierto nú– mero de mujeres que llevaban vida común con ella para mejor asistir a los dolientes. Santa Rosa de Viterbo (+ 1253) reunió un grupo de jóvenes con las que praticaba la vida religio– sa bajo la regla de la orden de la pe– nitencia. Santa Margarita de Cortona ( + 1297), admitida en la misma or– den en 1277, formó una comunidad de (9) R. LUCONI-R. PAZZELLI, II Terz'Ordine Regolare di S. Francesco attraverso i secoli. Roma 1958. G. G. MEERSEMAN, Dossier de l'Ordre de la Pe– nitence au XII/e siecle. Fribourg 1961. L'Ordine della Penitenza di S. Francisco d'Assisi nel secolo XIII. Roma 1973. 191

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