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Por una mariología ni excluyente ni excluida 273 Pero el Amor de Cristo y en Cristo, vínculo que tiene que reunir a sus seguidores, no puede ser un amor ciego, ni basta como razón última la bon– dad natural del otro o la necesidad mutua de una convivencia tranquila. El amor cristiano tiene que ser un amor iluminado por la fe, cuyo fundamen– to y objeto es Cristo: un Cristo histórico y transcendente, que en su miste– rio, no es un concepto indefinido, sino un hombre semejante a nosotros (en todo menos en el pecado) e identificado con Dios por ser el mismo Verbo de Dios encarnado. Es por lo que el amor cristiano tiene que ser un amor centrado en la verdad de Cristo. Es, pues, su Verdad la que tiene que guiar y dar configuración a nuestro amor. Pablo exclama: ¡Por la verdad de Cris– to que está en mí (2Cor 11,10). A los Efesios les recuerda que en Él (Cris– to)..., tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra sal– vación, y creído también en Él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa (Ef 1,13), mientras que reprende a los Gálatas: Comenzasteis bien vuestra carrera, ¿quién os puso obstáculo para no seguir la verdad? (Gal 5,7). La coincidencia en la verdad fue la plegaria insistente de Cristo al Pa– dre en favor de los que creerían en Él: Santifícalos en la verdad: tu Pala– bra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he envia– do al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad. No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno (Jn 17,17-21). También en esto estamos de acuerdo los cristianos. Hay, efectivamente, un núcleo de verdad en el que se conviene dentro de las Iglesias más respon– sables: En la dimensión de la fe, que sentimos como «gracia venida desde lo alto», reconocemos el signo salvador de nuestra existencia peregrina en la in– tervención histórica de Dios en Jesucristo. Desde su divinidad eterna, se ha hecho presencia personal en el hombre Jesús, estableciendo así el puente has– ta la intimidad paterna y santificadora del Padre y del Espíritu Santo. Tal es el contenido radical de nuestra fe: El Hombre Dios Mediador, descrito breve– mente por san Pablo en su primera carta a Timoteo (2,5-6): Porque hay un so– lo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. El abismo inson– dable que se abre entre nuestra finitud, de por sí caduca en su temporalidad, y Dios, infinito incorruptible al que apunta nuestro deseo más profundo a la vez que ineficaz desde nosotros, lo anula Cristo, como «puente» divinamen– te salvador.

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