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Por una mariología ni excluyente ni excluida 295 ción de la materia), se aplicó a la constitución de los seres y también a los pro– cesos de transformación, significando un elemento que actúa y un elemento que recibe. Aplicada esta doctrina a la generación humana, se tendría que el padre sería el agente total, quedándole a la madre una función de simple pasi– vidad. La madre, por tanto, no haría (si se puede decir "hacer") otra cosa más que recibir el semen del varón y darle únicamente el calor para su desarrollo, sin participación sustancial en la formación del nuevo ser humano. Esta doc– trina aristotélica del papel meramente pasivo de la madre se defendió siempre por la escuela tomista. Los franciscanos, por el contrario, no aceptaron esa teo– ría del hilemorfismo tan estrecha, y atribuyeron a la madre unafunción activa en la generación, como de hecho lo reconoce la ciencia moderna. Gracias a la función activa de la madre, el niño es configurado especialmente por la ma– dre, y esto no sólo en la realidad material del cuerpo, sino también en la for– mación humana de la psicología. Y no sólo durante el tiempo de la gestación. Podemos decir hoy, que tal influjo activo continúa en la relación del recién na– cido con la madre. Con ella se despierta la psicología del hombrecito. Jesús, por tanto, aprendió especialmente de María la humanidad, de la Madre, que ya desde el principio conservaba todo meditándolo en su corazón. La psicología enseña que para hacerse hombres (varón o mujer) es preciso ser despertados o estimulados a la afectividad humana, al encuentro humano. Se cita el caso de algunas clínicas americanas en los años treinta, en que la exagerada preocupación por la asepsia llevó a la práctica de aislar a los recién nacidos en una campana de vidrio y alimentados por enfermeras provistas de guantes y máscaras asépticas. Aquellos niños morían como moscas o crecían idiotizados 90 . Es claro que en el despertar de la afectividad la madre tiene sin duda una influencia muy particular. En este sentido María fue plenamente ma– dre de Jesús, y de su amor de madre nos llega a los cristianos la energía espi– ritual para ser como Jesús, para realizar lo que san Pablo recomienda: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo (Flp 2,6). La especial valoración de la humanidad de Cristo por parte de la metafísi– ca escotista encuentra en esta visión de la psicología humana una iluminación realmente espléndida de la espiritualidad mariana franciscana. Era francisca– no Leonardo Boff cuando escribió su libro «María, rostro materno de Dios» 91 • 90 Cf. R. LAURENTIN, Un anno di grazia con Maria, Brescia 1987, 88. 91 L. BoFF, O rosto materno de Deus, Petrópolis 1979.

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