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334 MELCHOR DE POBLADURA informaciones dignas de fe de la jerarquía eclesiástica perseguida y maltratada en el ejercicio de sus derechos, que a partir de la muerte de Fernando VII el ambiente nacional desde su perspectiva político– religiosa se había deteriorado de tal manera, que era utópico pensar a la restauración pacífica y legal de las suprimidas corporaciones religiosas. El proyecto era inimaginable mientras no se verificara un cambio radical y sustantivo de la mentalidad materialista, racio– nalista y progresista de los gobernantes de Madrid. Para un auténtico carlista, la política de los gobiernos de la re– gencia cristina más o menos liberales y moderados, seguía un rumbo a los antípodas de la verdadera religión y más concretamente de la vida religiosa organizada bajo la égida de la Santa Sede. España, tradicionalmente católica, rechazando las Ordenes religiosas, se ha– bía hecho indigna de sus seculares y benéficas actividades; y era muy puesto en razón se aprovecharan de aquella desgraciada coyun– tura otras naciones, a las cuales debían ahora dirigir sus miradas y sus aspiraciones los exclaustrados. Era inútil y contraproducente contentarse con llorar amargamente sobre la desventura de los con– ventos en malahora confiscados y de los que habían sido arrojados a la fuerza. Así razonaba el padre Alcaraz y en conformidad de estos princi– pios actuaba con los capuchinos exclaustrados, mientras abrigaba la esperanza del triunfo de la causa de don Carlos, la cual se eclipsó casi coincidiendo con el fin de la regencia cristina, cuyos represen– tantes nunca gozaron de su simpatía y mucho menos de aproba– ción. Pero la situación no tendía a mejorar, antes bien empeoraba a ojos vistas durante la regencia esparterista. Don Baldomero Espar– tero, conde de Luchana y duque de la Victoria, el del abrazo de Vergara, nunca había merecido los plácemes del padre Alcaraz por sus proezas bélicas frente a las tropas de don Carlos; y ahora los merecía todavía menos por el rumbo antirreligioso de la política de sus gobiernos. El padre Alcaraz, cuyo prestigio en la Curia romana era reconocido por todos, denunciaba las continuas, indebidas y sec– tarias intromisiones de los gobiernos esparteristas en los asuntos eclesiásticos. El 17 de julio de 1841 transmitía al cardenal secretario de Estado copia de un decreto «anticatólico e injurioso en sumo gra– do a la Santa Sede» firmado por Espartero; y añadía que los cató– licos españoles le rogaban que interviniera a fin que la Santa Sede interesara a los soberanos de Francia y Austria a intervenir en los asuntos de España «para reprimir los progresos del protestantismo en la Península, sin cuya intervención el catolicismo desaparecería

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