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-250- tices dolientes de nuestra personalidad, entonces suavizar esas esquinas, cam– biar, corregirnos. El inadaptado es aquel que no ama. El niño es por esencia el inadaptado: si todo el mundo no se acomoda a sus caprichos, reacciona llorando, patalean– do y tirándose al suelo. Después de ob– servar la vida en torno a mí, he llega– do a la triste convicción de que nosotros nunca o difícilmente cambiamos ni con los ejercicios ni con la piedad; solamen– te nos hace cambiar la fraternidad ple– namente vivida. Es la terrible desgra– cia y miseria del ser humano que todo lo adapta y lo re-crea a su imagen y se– mejanza hasta al mismo Dios. Los mimbres de una cesta han tenido que darse muchas vueltas y acomoda– ciones mutuas para que, finalmente, ha– ya una cesta. Eso es adaptarse. Amar es acevtar al otro tal como es. Cada persona tiene perfiles singulares. Unos son expresivos, otros callados. ¿ Por qué los expresivos tendrían que enojarse y rechazar al que siempre es– tá callado, y a la inversa? Aceptar a cada cual tal como es: al contemplati– vo, al activo, al cuestionado por Dios, al cuestionado por el mundo, al eufóri– co, al melancólico... Aceptar significa salirse de sí mismo, situarse en el lugar del hermano, admi– rar la variedad de matices humanos que Dios ha creado y analizar al hermano desde él mismo. Ama,r es acoger. Y acoger significa hacer un sitio en mi interior al herma– no, esté o no en concordancia con mi psicología. Es lo más difícil del amor evangélico. Se trata, en cierto sentido, de abrir las puertas de mi interior y permitir al hermano franquear el paso hacia ese sagrado recinto de la intimi– dad de uno mismo. A veces suelo estar dudando si tantas serán las exigencias del amor evangélico. Sea como fuere, acoger sería el hito más alto del amor evangélico. Acoger significa también considerar al hermano como un regalo que el Señor Dios me lo ha dado a mí. Significa, ade– más, alegrarme de su existencia, reco– nocerla como positiva y celebrarla. Amar es resvetarse mutuamente. En el proceso de generar el hogar de fra– ternidad, el primer paso es respetarse unos a otros en el prestigio personal. La falta de respeto se llama vulgar– mente chisme, crítica, murmuración. Con verdadero dolor y espanto he com– probado que las mejores intenciones de fraternidad son implacablemente enve– nenadas en esa atmósfera de crítica y murmuración. Es la enfermedad típica y epidémica de los conventos de frailes y monjas, y sobre todo de los monas– terios. En ese clima nadie se fía de nadie. Nadie habla con sinceridad. Todos vi– ven a la defensiva, con inseguridad y suspicacia; y cada hermana se refugia en su interior como en una isla solita– ria. Y lo malo es que esa costumbre puede tener carácter de hábito en los monasterios: se traen y se llevan los cuentos con naturalidad, de forma au– tómata, sin que nadie se inquiete, como una necesidad que brota de una segunda naturaleza. Nadie podrá sospechar -salvo los que lo experimentan- qué irrespirable es ese clima. San Francisco propone el silencio co– mo la fórmula ideal para respetarse mutuamente. Muchas veces no se pue– de justificar ciertas conductas de las hermanas, pero siempre las podremos respetar simplemente manteniendo si– lencio. "Cubrir con el silencio", dice san Francisco. Podría yo enterarme del "pe– cado" del hermano, y mi mejor home– naje consistiría en echar siete llaves a ese secreto y bajar a la tumba sin que de mi boca haya salido media palabra. A veces suelo pensar que el mejor bille– te para entrar en el Reino será presen– tarme con un manojo no de flores sino de secretos. "Todos los hermanos guárdense de calumniar a nadie, más bien procuren guardar silencio... A nadie ofendan, no murmuren, no digan mal de los demás... No juzguen, no condenen, no conside– ren los pequeños pecados ajenos." (1 Reg. 11). En las jornadas de México yo veía cómo las hermanas se iban a sus casas ilusionadas por comenzar a vivir los va– lores fraternos. Y al cabo de meses me enteraba con dolor que la vieja costum-
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