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-'-249- un sentido de muerte. Amar es morirse a sí mismo, según el Evangelio. Morir– nos para darnos. El Reino es el miste– rio del amor; y para "entrar" en el Reino (para poder amar) es nece:cmrio negarse (Mt 16, 24), violentarse (Mt 11, 12). Para poder perdonar, aceptar, comprender, adaptarse, necesitamos violentarnos íntimamente en la repulsa que me pueda causar el hermano. "El que ama su vida, la perderá" (Jn 12, 25): el que es incapaz de renun– ciarse, de ir más allá de simpatías y re– pugnancias instintivas, no entrará en el Reino, es incapaz de amar evangéli– camente, sólo se ama a sí mismo y per– manece en la ley de la muerte, de la in– fecundidad y del infantilismo ("se per– derá"). En cambio, "el que odia su vi– da, la ganará": el que es capaz de mo– rirse para darse, capaz de trascender los instintos de repulsa y antipatía res– pecto de los hermanos, ya está en la ór– bita de la fecundidad y de la madurez ("la ganará") , igual que el grano de trigo que sólo entrará en el reino de la vida en cuanto cumple la condición de morir. El amor evangélico no es "natural". Por encima y más allá de las reaccio– nes naturales de atracción o rechazo que la presencia del hermano produce en mí, descubrimos en el otro al herma,– no porque, aunque su modo de ser esté en profunda discordancia con mi psi– cología, ocurre que mi Padre es también su Padre y su Dios es también mi Dios; estoy emparentado con él en Dios, hasta cierto punto él y yo somos una misma realidad, una sola identidad. El amor humano, en cambio, está apoyado en una base preexistente y co– mún entre dos personas. ¿ Cómo llamar a esa base? Llamémosla "afinidad psí– quica". Se trata de una especie de afi– nidad espiritual, algo así como una simpatía natural que brota espontánea– mente entre los dos y que está ahí. Des– de el momento de encontrarse por pri– mera vez en su vida se encontraron con que eran "parientes" en el espíritu y que sus almas vibraban en unas mis– mas armónicas. Desde el primer mo– mento simpatizaron; sin querer surgió la armonía y esa armonía nunca se rompió. Sobre esta afinidad se genera la amis– tad. La amistad no es sino el desarrollo natural y la puesta en actividad de ese "parentesco" o simpatía natural, entre dos personas. Las leyes del afecto se– xual mucho se parecen a las leyes de la amistad. Y ambas cosas, como hemos visto, nada tienen que ver con las leyes del amor fraterno. El amor evangélico es la base de la fraternidad, y el amor humano la base de la amistad. Y es precisamente en este terreno donde se juega el destino de la frater– nidad, en los monasterios. Debido a la psicología femenina, tan proclive a las reacciones de simpatía o antipatía, a su innata tendencia al "me cae bien o me cae mal", el capítulo definitivo de la fraternidad para las clarisas consistirá en trascender siempre ese mundo tan sutil de la afinidad y de la repulsa. Consistirá en imponer las convicciones sobre las emociones. Es decir, en recor– darse permanentemente que aunque es– ta hermana me cae mal, sin embargo su Padre es mi Padre y mi Dios es tam– bién su Dios. Amar evangélicamente les significará un estar muriendo incesan– temente a las leyes naturales de la sim– patía y de la repulsa, dentro de la ley de la renuncia y de la muerte. Después de conocer el mundo de los monasterios, tengo la convicción abso– luta de que es en este terreno donde está en juego, casi en su totalidad, la mar– cha de la vida fraterna. Ruego viva– mente a las hermanas que se analicen y tomen conciencia de lo que estoy di– ciendo. Las leyes del amor evangélico Siempre dentro de la definición joa– nina del amor ("dar la vida") vamos a señalar y ampliar las leyes del amor evangélico. Amcir es cidaptarse. En nuestra per– sonalidad suele haber esquinas y ángu– los que podrían lastimar a los hermanos en cuanto entramos en contacto con ellos. Adaptarse significa dejarnos cues– tionar por los hermanos, y cuando la fraternidad deje en descubierto los ma-

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