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- 106 - rical en la Iglesia, la mujer, así consagrada como seglar, tuvo que resignarse a ser masa receptiva. Y el "devoto sexo femenino", excluído del presbiterio, del coro, de las procesiones, se desquitó abrumando de encajes y puntillas los santos, los altares y las vestiduras de los ministros sagrados. Es interesante que, precisamente desde que la mujer va teniendo parte activa en la vida li– túrgica, los atuendos sacros van siendo menos afeminados. Hoy parece caminarse hacia una presencia cada día mayor de la mu– jer en las actividades de la Iglesia, si bien todavía tímidamente. Se la admitió en el aula conciliar, pero sólo como un símbolo de la masa femenina pasiva; ha sido llamada a participar en organismos eclesiásticos centrales; se le con– fía, bajo condiciones y limitaciones, la administración de la Eucaristía y la promulgación de la Palabra; hasta se la hace responsable de la pastoral parro– quial. Pero esta función de pura "suplencia" 'ministerial no ha venido todavía en virtud de una promoción de la mujer, por principio, sino en fuerza de la escasez del ministerio masculino. La breve experiencia de este ensayo está demostrando que, cuando una mujer-párroco acierta a situarse como mujer, con la riqueza de recursos propios, sin copiar los. modelos masculinos de ac– ción pastoral, logra éxitos insospechados. El P. Haring prevé hasta un influjo beneficioso de la mujer en las perspectivas teológicas; atribuye a la ausencia de la sensibilidad femenina la pobreza de la moral católica en los últimos si– glos, y concluye: "Cuando la mujer asuma en la teología y cura de almas un papel de categoría igual al del hombre, campearán más en la teología y cura de almas la visión general, la intuición y el sentimiento". (4) 2. Hoy y mañana de la "Segunda Orden" Tendríamos que comenzar por dejar a un lado esa denominación de in– vención masculina: "Segunda Orden". Al igual que la Orden de Hermanos Menores, todas las Ordenes mendicantes del siglo XIII tuvieron su "Segunda Orden", y casi todas, su "Tercera Orden". La "primera" era, naturalmente, la de los varones. Santa Clara se consideraba "plantita de san Francisco" y, en la Regla, lo proclamó verdadero fundador de la "Orden de las Hermanas Pobres". Pero Francisco no fue un fundador absorbente. Y es que no habrá habido un santo menos pagado de la superioridad masculina, ni más desapropiado del afán de acaparar a los seres que se le confiaban, que el "mínimo y dulce Francisco de Asís". Su sentido caballeresco, elevado por la fe, le hacía tomar ante la mujer una actitud, no sólo de cortesía galante, sino de respeto leal a la personalidad femenina. Por eso fue tan parco al trazar la "forma de vida" para Clara y sus compañeras. Prefería dejarlas caminar bajo la acción del espíritu del Señor, sin abdicar de su identidad femenina. Y Clara lo comprendió así. Asimiló con avidez el espíritu y las ense– ñanzas del Padre. Cuando trató de hacer aprobar de la Sede Apostólica una Regla propia, no hizo sino seguir paso a paso la que san Francisco había dado a los Hermanos Menores, pero adaptándola con tal libertad de espíritu a las exigencias de una fraternidad femenina, que en realidad hizo una nueva Regla. El sello personal de Clara en los capítulos centrales de esa Regla, lo mismo que en el Testamento, es finalmente femenino. También es genuinamente femenina la insistencia de Clara, frente a las razones de la prudencia calculadora de los hombres de Iglesia, en asegurar el "privilegio" de la pobreza absoluta para su monasterio. (4) B. HARING, Los religiosos del futuro, Barcelona 1972, p. 220,

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