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105 -- y no de una opción masculina para ella, sería diferente del "ministerio" del hombre. Esa diferenci8 la da por supuesta el Vaticano TJ, en el "Mens8je" a las Mujeres, recordándoles la necesidad que la Iglesia y el mundo tienen de los valores femeninos. Y porque en nuestra sociedad se echa de menos la afirma– ción de esos valores del sexo mal llamado "débil", proclama el Concilio: "Lle– ga la hora, ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumpla en plenitud, la hora en que la mujer adquiera en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora".(l) 1. Proyección retrospectiva Ha sido trabajosa, en la historia del cristianismo, la marcha hacia esa plenitud de la vocación de la mujer. No fue fácil liberarse, primero, de la concepción semita, en que el papel civil y religioso de la mujer sólo tiene valor en relación con el varón y para el varón. No fue fácil desbancar al "pa– terfamilias" helénico y romano, a pesar de la plena ciudadanía espiritual y la igualdad en los derechos familiares proclamada por el cristianismo. No fue fácil protegerse, en la Edad Media, contra la prepotencia ilimitada del varón en el derecho germánico ni contra aquella tendencia de la sociedad cristiana caballeresca a encumbrar por una parte a la mujer, hasta hacer de ella un mito, y por otra parte a rodearla de protección, de desconfianza, como a un ser esencialmente débil y tornadizo. También en los tiempos modernos el pre– dominio de los valores económicos y burocráticos, de signo masculino, ha se– guido dando la supremacía al varón. Y la Iglesia, por una ley de aclimatación inevitable, ha ido amoldando su derecho interno a la realidad social, más aún, la misma teología se ha mos– trado acomodaticia tratando de cohonestar, a veces al margen del Evangelio, la situación de hecho. Cada vez, sin embargo, que el cuerpo eclesial se ha sentido sacudido saludablemente por la inquietud renovadora, ha hecho su aparición la mujer, señalando, con su intuición de lo esencial, la genuina ruta evangélica. Casi siempre, es verdad, esas mujeres del carisma, o han entrado abnegadamente en la órbita de un hombre o han acabado por recibir del hombre la iniciativa estructurante y formativa. La mayor parte de las Ordenes religiosas han teni– do su versión femenina. En ocasiones, como en el caso de santa Brígida, de santa Coleta, de santa Teresa, la iniciativa espiritual perteneció a la mujer, pero aun entonces el hombre asumía la responsabilidad organizativa. Y cuan– do la intromisión masculina revestía las atribuciones jerárquicas, hasta se obli– gaba a la mujer a modificar profundamente el carisma de la institución, como le ocurrió a la beata Angelina de Marsciano ( + 1435), fundadora del primer instituto franciscano de vida activa gobernado por una "ministra general", a santa Angela Merici ( + 1540), fundadora de las Ursulinas, y a san Francisco de Sales y santa Francisca de Chanta! con la fundación de las Visitandinas. (2) En las comunidades cristianas de los primeros siglos la mujer se halló activamente presente en la vida eclesial, sea mediante la diakonía, sea mediante la manifestación prnfética (3). Pero desde que se afirmó la preponderancia ele- (1) Concilio Vaticano II. Constituciones, Decretos, Declfü'a(·íones, B.A.C. Madrid 1967, p. 841s. (2) Cfr. R. HOS'l'IE, Vie et mort eles OrdreR relíg-ieux, Desclée ele BI'. 1072, p. 17-20, 23-26, 38-4'1", (3) Lo ha demostl'ado sufiei0ntemente Sister }VI:uy Lawrence 1\JcKENNA, J\Iuje– res de la Iglesia, Santander 1968.
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