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mujer, que por naturaleza es más delicada en sentimientos que el hombre; es reto y esfuer– zo feliz en nosotros hombres, por toscos y rudos que seamos, llegar a desarrollar el aspecto más suave de nuestro carácter. La delicadeza en el hombre puede ser tanto más bella cuanto menos esperada. Delicadeza es sensibilidad ante el grupo. Es caer en la cuenta de que hay otros a mi alrededor. Es prestar atención a lo que otros dicen, ponerse en conexión con el grupo. La delicadeza es el arte de lo pequeño. No se trata de grandes sacrificios, empresas sobre– humanas o propósitos heroicos. Basta un pequeño detalle, la atención cariñosa, la pa– labra oportuna. Una mirada, una visita, una caricia. La delicadeza es también el arte de echar de menos a otros y hacérselo' saber cuando vuelven. Es el interés de preguntar por un trabajo, un problema, una dolencia. Es la generosidad de alegrarse con los que se alegran, la solicitud de descubrir el sufri– miento y hacerlo propio. Es la capacidad de notar cosas. Es el hábito de "mirar" y "ver". Es la voluntad de estar cerca. Un detalle muy importante de la delica– deza es el saber mirar a la cara. Esa es la gran contribución de la delicadeza de senti– mientos al diálogo. Mirar a la cara, fijarse en el rostro, descubrir estados de ánimo, leer emociones, descifrar gestos. En eso consiste la fineza. Es el arte de escuchar a la persona entera. Sólo la persona delicada sabe escuchar. Sabe acoger todo lo que el otro le dice. Sabe entenderlo, aceptarlo, no falsificarlo, ni fil– trarlo, ni desfigurarlo. La persona delicada respeta, acoge. La puerta del· mutuo entendimiento se abre con la sensibilidad para escuchar. Se necesita una espiritualidad refinada para aprender a escuchar. El silencio Vivimos en un mundo lleno de ajetreo, de prisas, de ruido. Somos marionetas del activismo. La radio, la televisión, los periódi– cos buscan afanosamente noticias para saciar la curiosidad de los que han caído en el remolinó del "tener que saber todo". Francisco de Asís fue un hombre amante del silencio. Su oración tenía ese clima indis– pensable. Animaba a sus frailes a la solicitud por el mismo. Su conversión tuvo lugar en horas y horas adornadas de silencio. El silencio es una actitud interior. La paz que tenemos y la paz que se da brota dentro de esa actitud. Es el silencio una fuente de riqueza espiritual. La verdadera soledad y el silencio han forjado a los más grandes hom– bres de acción, a los pensadores más creativos y a los santos más audaces. Siempre que el Señor Jesús tomaba decisiones importantes, las precedía de un espacio de soledad, silen– cio y oración. Ahí encontraba la paz que se da. Tenemos una necesidad urgente y vital de volver a encontrar la sana pedagogía del silencio. Porque el hombre que no sabe escu– char la voz de su conciencia en lo más profundo de sí mismo, tampoco sabe escuchar a ·tos demás. Y no olvidemos que el diálogo es esencial en la construcción de la paz. El silencio es una necesidad vital de la persona humana. Es un derecho que hemos de reclamar y defender. El hombre nace des– de un silencio y muere en el silencio que ocasiona el ocaso de la vida. Por eso necesita ese elemento vital que brota de la quietud e infunde paz en el alma. El silencio es la mejor escuela del hombre. Ya decía Pitágoras, el sabio griego, esta sentencia: "calla, o haz que tus palabras valgan más que tu silencio". El silencio nace de la humildad y condu– ce a la humildad. El silencio es el clima. apropiado para la escucha. Cuando logramos pacificar nuestras deseos, en su lugar aparece la paz del silencio. Y nuestro espíritu tiene necesidad de silencio. En ese ambiente cica– trizan sus heridas y repone sus fuerzas para seguir adelante. 117

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