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concretas que vive la comunidad, siempre en la línea de su proyecto salvador. Comúnmen– te se dice que la liturgia debe celebrar la vida. Esto conlleva sus riesgos. Tal vez el más cercano sea que reduzcamos la acción salvadora de Dios a nuestra limitada proble– mática humana. En el libro de los Act. 4, 23- 35 se nos entrega un buen ejemplo de cele– bración de los acontecimientos de la vida en la liturgia, celebrada en la comunidad de Jerusalén. Participación activa La participación debe ser activa, es decir, debe expresarse con gestos, movimientos, cantos, posturas físicas y fórmulas. Es un imperativo de nuestra naturaleza humana: nadie podrá conocer el sentimiento íntimo de una persona si ésta no lo palabriza o no lo gesticula. Con frecuencia olvidamos, en la celebración de la liturgia que esta exigencia humana tan fundamental de equilibrio entre las palabras y los gestos, es condición nece– saria para una correcta comunicación entre los hombres. Una tradición, que ya va quedando atrás, nos entregó una forma celebrativa que privi– legiaba el gesto sobre la palabra. Tal vez era comprensible; la palabra de la liturgia, expre– sada en una lengua ajena y muerta, el latín, no resultaba signo muy claro, y eso llevaba a poner énfasis, en ocasiones excesivo, en el signo. Todavía encontramos personas que añoran los magníficos coros musicales anti– guos, las luces abundantes, los ornamentos fes ti vos, los retablos bien iluminados que hablaban, comunicaban, expresaban en for– ma plástica una realidad invisible y el conte– nido de la fe. Era la comunicación a través del signo. Con ese lenguaje simbólico, la fe del pueblo cristiano sustituía la pobreza o, en ocasiones, la incomprensibilidad de la pala– bra hablada. Cuando el postconcilio nos dio la posibi– lidad de usar en la liturgia nuestra lengua materna, la celebración se descompensó en favor de la palabra. Si es evidente ventaja el uso de la lengua vernácula, debemos recono– cer como limitante el empobrecimiento del lenguaje simbólico. Si la reforma postconciliar eliminó signos o gestos que, o eran incom– prensibles o resultaban menos significativos a nuestra cultura hodiema, tenemos que reco– nocer que, en ocasiones, se avanzó arbitraria– mente en la eliminación de otros signos o, si no se eliminaron, se celebraron en forma poco expresiva e insignificante. Y, como con– trapartida de esto, se aumentaron las inter– venciones y los espacios hablados. Es de lamentar que hoy nos encontremos con liturgias palabreras en las que todo se dice, todo se explica, todo se comenta... , olvidando que también el gesto tiene su lugar protagónico y esencial en el lenguaje co– municativo del hombre y que ha sido plena– mente asumido por Dios en la ley de la encarnación. Un libro reciente nos trae un dato que sería bueno reflexionar. Según algunos estu– dios de laboratorio psicológico, el 20% de las comunicaciones del hombre de hoy son verbales; y el 80% restante no se percibe a través de la palabra (D. SMOLARSKI, Cómo no decir la Misa. Dossiers CPL, Barcelona, n. 41, 1990, Cfr. p. 14). Si aplicamos este dato a nuestras liturgias tendremos que admi– tir que un porcentaje significativo de nues– tros fieles (¡ son hombres de hoy ... !) no al– canza a captar, por el lenguaje que usamos, el contenido de nuestras celebraciones. Se ha culpado mucho a la liturgia romana acentuar excesivamente los aspectos intelectuales y dogmáticos y se la ha adjetivado de cerebral, abstracta y seca. Creo que también es justo reconocer que la inflación de la palabra que fomentan muchos presidentes y ministros lai– cos está acentuando este defecto, tal vez real, que se atribuye a nuestra liturgia. Se hace necesario trabajar en la recupera– ción de los signos. Y esto por fidelidad a Dios que, para manifestarse, ha usado el lenguaje de los hombres y fidelidad también 103
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