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nidades. Y desde allí evangelizamos, organi– zamos y catequizamos. Ejemplo claro de esto suelen ser nuestras homilías que, por no te– ner una identidad clara, no logran su objetivo concreto y aparecen desleídas e imprecisas, porque pretenden abarcar todo, evangeliza– ción, catequesis y liturgia. Hay campos bien concretos que, aunque relacionados con la liturgia, podrían constituir centros de sufi– ciente solidez para enriquecer nuestras co– munidades parroquiales con elementos nue– vos, complementando lo que ya tenemos. Por ejemplo, el campo de la solidaridad y/o pro– moción humana, como consecuencia de nues– tra fe y de nuestro compromiso de la cons– trucción del Reino. O lo referente a la vida de oración personal y comunitaria. O a la evangelización misionera bien estructurada, tanto a los que no conocen a Cristo como a los ya bautizados, pero no evangelizados, tan frecuentes y abundantes en nuestras comuni– dades. PARTICIPACION EN LA LITURGIA La manifestación salvadora de Dios en la liturgia exige una respuesta de aceptación de parte del creyente cristiano. Además, el bau– tismo, al hacerlo partícipe de las cualidades sacerdotales de Cristo, le da el derecho y le impone el deber de participar en la liturgia y en la vida de la Iglesia. Como suele repetirse en una frase ya común, el bautizado debe ser un activo participante, y no un frío especta– dor en las celebraciones litúrgicas. Según los documentos de la Iglesia, la participación sería la integración vital del creyente en una asamblea celebrante. Esta integración supone varios niveles. Antes de nada, una integración de fe que nace de la conciencia de estar celebrando o realizando un encuentro con Cristo y, al mismo tiempo, de estar respondiendo con sentimientos per– sonales a esa salvación que, en ese momento acontece y sucede. El otro nivel, exigido igualmente por la naturaleza del hombre, es la expresión humana, externa y material del sentimiento religioso. Ambos elementos son esenciales para lograr una participación ideal. Resultaría insuficiente el sentimiento religioso de fe sin la expresión externa; como sería igual– mente incompleto el conjunto de ritos, gestos o fórmulas litúrgicas que no fueran manifestación de un profundo sentimiento de fe. El Misal Romano, cuando se refiere a la asamblea, la· adjetiva de celebrante, palabra que los antiguos libros litúrgicos reservaban al obispo o presbítero que presidía una cele– bración. Hoy se nos subraya que todos los que componen una asamblea son reales cele– brantes, aunque no a todos les corresponda idéntica forma de celebración; ni todos parti– cipen por el mismo título sacramental. Algunos, la mayor parte, lo hacen en virtud del sacramento del bautismo que, por las cualidades sacerdotales que confiere al bautizado, éste puede expresar y vivir en la liturgia su filiación divina y la fraternidad cristiana escuchando la Palabra, rezando fi– lialmente al Padre Dios, ejerciendo un even– tual ministerio laica! específico, recibiendo la comunión u otro sacramento, viviendo y compartiendo la fraternidad cristiana con los demás. Sería un error confundir la participación en la liturgia con la participación ministerial, sea ésta jerárquica o laical. El fiel que escu– cha la Palabra, que reza, que canta, que se expresa a través de gestos o ritos litúrgicos participa plenamente en la liturgia, aunque no realice un ministerio específico. Del mis– mo modo que participa el que está realizando dicho ministerio, sea en virtud del bautismo recibido, sea por el sacramento del orden sagrado. La naturaleza de una buena partici– pación exige que cada uno de los que compo– nemos la asamblea celebrante realice todo y sólo lo que le corresponde por la naturaleza de la acción o por las normas litúrgicas, según lo indica la Constitución Conciliar de Liturgia (n. 28). Cuando esta misma constitución se refie– re a este tema, utiliza diversos adjetivos para calificar la participación de la asamblea cele– brante: dice que ésta deberá ser interna y 101
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