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ayuda y auxilio. Finalmente, este mismo cre– yente al descubrirse pecador, ilógico en su conducta, accede a su padre Dios para pedirle perdón de sus errores y desvíos. Estos son los elementos esenciales del culto, de la relación del creyente cristiano con Dios su Padre y también de todo hombre creyente frente a Dios. Si bien, como lo enseñan los apóstoles en sus escritos y lo vivían las comunidades pri– mitivas, toda la vida del creyente es vivencia y expresión de estos sentimientos y actitudes, la liturgia ofrece al bautizado una instancia privilegiada para vivirlos y manifestarlos. Para lograrlo, el creyente debe incorporarse acti– vamente en la liturgia, participando vitalmente en ella. Esta participación debe asumir dos aspectos humanos fundamentales: debe ser, primero, una aceptación interna, nacida de la fe, del plan salvador que Dios realiza en Cristo en el aquí y ahora de su Iglesia y, segundo, esa aceptación interna debe ser ex– presada con gestos, palabras, fórmulas exter– nas y humanas, como exigencia de nuestra naturaleza humana. La participación deberá ser, pues, interna y externa. La Iglesia, que en sus documentos elogia y ensalza abundantemente la importancia de la liturgia, afirma categóricamente que ella no agota ni su vida ni su actividad (Constitu– ción Conciliar de Liturgia, n. 9). Además de la liturgia hay otros campos de vida, expre– sión y actividad que también deberán cuidar– se. Y, como contrapartida, deberemos com– prender que no podemos pedir a la liturgia la respuesta a todas las necesidades o interro– gantes espirituales o pastorales nuestras o de nuestras comunidades parroquiales. Antes de nada, se debe cuidar el impera– tivo de la evangelización. Si no se anuncia categórica y explícitamente al Señor, no se dará la adhesión a El y la conversión, condi– ción previa indispensable para acceder al encuentro con Cristo en la liturgia. La lógica integración (participación) litúrgica se dará cuando se haya logrado esa conversión que nace del anuncio de la Palabra. Si bien la liturgia contiene elementos evangelizadores, 100 no es, por su propia naturaleza, una forma de evangelización. Su celebración comunitaria supone y se fundamenta en la evangelización que previamente ha recibido la comunidad celebrante. Cuando la asamblea de evangelizados accede a la liturgia, se realiza allí el encuen– tro sacramental con el Señor. Pero la acción de Cristo y la comunidad no acaba ahí. El Dios que, en Cristo, salva a los evangelizados, los envía al mundo a vivir los valores cristia– nos y a edificar allí su Reino, transformando la realidad del mundo y siendo levadura en la masa. De esta manera el testimonio cristiano se convierte en una secuela, consecuencia y complemento necesario de una liturgia bien celebrada. Liturgia y otras actividades eclesiales A riesgo de pecar de simplicidad, podría– mos decir que la liturgia debería estar ubica– da entre la culminación del proceso evange– lizador, conversión, y el testimonio y viven– cia cristianos a que está llamado todo cristia– no en fuerza de su bautismo. Sin materializar el esquema en etapas cronológicas separadas ni en estancos desintegrados. Cada uno de estos elementos llama y exige como comple– mento a los otros y se fundamenta y apoya en los otros dos. Es un proceso constante que no debería tener fin, y en el cual deberían irse sucediendo y reforzando los tres conteni– dos indicados. Esta consideración podría cuestionar, tal vez, la organización y esquema de nuestras comunidades parroquiales. La tradición que pesa sobre nosotros nos ha entregado ordina– riamente un esquema de parroquia que orbita casi exclusivamente en torno a la vida litúrgica, Misa y sacramentos. Y si en estos últimos años se han añadido algunos positi– vos elementos de evangelización y cateque– sis, éstos se enmarcan generalmente en la pastoral sacramental. Y esto nos ha llevado a hacer de la liturgia el único o casi único centro de apoyo de la vida de nuestras comu-
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