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que, si están al servicio de los demás, tam– bién forman parte activa y vital de la asam– blea celebrante y, por eso, deben integrarse a la acción litúrgica, (cfr. Misal Romano, n. 12) el ministerio ejercido no sustrae ni ami– nora la manifestación de su fe personal. El ministro, laico o jerárquico, no sirve para los miembros de la asamblea, sino que debe servir en y dentro de una asamblea, manifes– tando con el resto de los bautizados la fe común. Así lo sentía san Agustín, que nos asegura saberse cristiano con los demás bau– tizados, pero también nos dice tener la certe– za de ser ministro para los demás. Así, apareciendo claros y bien identifica– dos los servicios que el Espíritu suscita en su pueblo, podremos vivir en la liturgia la rea– lidad de la Iglesia Cuerpo de Jesucristo, dife– renciada en sus funciones, pero íntimamente cohesionada y unida en el Señor. Ministerios jerárquicos Los obispos y presbíteros que han recibi– do el sacramento del orden sagrado obran in persona Christi, es decir, no sólo representan a Cristo sino que lo hacen presente a través de su ministerio ( Constitución Conciliar de Liturgia, n. 7)). El sacramento del orden sa– grado que recibe un bautizado lo hace apto para hacer presente a Cristo maestro, sacerdote y pastor en la asamblea. Su función primordial es presidir en la fe: asumiendo el rol de Cristo Cabeza, expresa su fe y, con su servicio mi– nisterial, estimula y sostiene la fe de la asam– blea. Para lograr esto deberá situarse dentro de la asamblea, celebrando la salvación con ella y no sólo para ella, como si lo hiciera desde afuera. A él le corresponde posibilitar la com– prensión, participación e integración de toda la asamblea en la realidad de salvación que actualiza la liturgia. Y esta función suya con– dicionará su lenguaje, la oportunidad de sus intervenciones, los gestos o ritos que realice. Hoy no podemos afirmar que la calidad buena, regular o mala de una celebración se mida con la mayor o menor fidelidad a lo que está estipulado en los libros litúrgicos. Es cierto que el libro es un esquema del que no se debe prescindir, pero el presidente, en su calidad de servidor de Dios deberá cele– brar significativamente (y no sólo hacer, eje– cutar... ) los gestos prescritos que manifies– tan a Dios; pero también su calidad de servi– dor de la asamblea lo comprometerá a usar lenguaje, palabras y gestos comprensibles para que el pueblo descubra el misterio que acon– tece en la liturgia. Se corre el riesgo de que, en aras de una fidelidad literal, se obstaculice la comprensión y, en consecuencia, la parti– cipación integrativa de los fieles. En otras palabras, que no se logre ser fiel servidor ni del Dios que se manifiesta ni de la asamblea que recibe activamente la salvación. Ministerios laicales En virtud de su bautismo (y no por bené– vola concesión de la Iglesia o de algún ecle– siástico) los laicos deben ejercer algunos ministerios o servicios litúrgicos, aunque haya otros ministros de orden superior (cfr. Misal Romano, n. 66). Los ministros laicos son, en la letra y en el espíritu de la legislación actual, elementos integrantes de la asamblea y no sólo añadidos cosméticos, como para hermosear una celebración. Se trata de ministerios, es decir, de servi– cios, y no plataforma de honor o dignidad o forma de pagar servicios prestados a la co– munidad. Este servicio se presta a Dios y a los hermanos. Como el ministerio laica! no es sólo un aporte técnico o decorativo, sino un servicio religioso, se supone que debe existir una espiritualidad o vivencia cristiana en torno al objeto de ese mismo ministerio (la Palabra, la Eucaristía y el servicio a los hermanos), y además, una preparación técni– ca que asegure un aporte o servicio efectivo, digno y aceptable. Los Ministerios son laicales: por lo tanto, quien los ejerza no deja de ser laico, ni debe abandonar su condición y responsabilidad de tal dentro de la Iglesia. Una de las caracterís– ticas que podrían diferenciar estos ministe– rios laicales de los ministerios ordenados, es

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