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a la ley humana del lenguaje y de la comu– nicación. No se busca construir un nuevo ritualismo ceremonial. Esto hará que la liturgia sea realmente para nosotros el lugar y la instancia auténtica donde Dios realmente se nos manifiesta y habla y donde el pueblo sacerdotal percibe y experimenta la cercanía salvadora de Dios. Los sentimientos internos de fe y la expre– sión externa de los mismos deben estar coordi– nados e interdependientes. Todo sentimiento profundo que tengamos será expresado y mani– festado a través de signos. Y la expresión sim– bólica que usamos afianzará y robustecerá nuestro sentimiento interno. El Misal Romano, nn. 20 y 21, nos recordará esta norma tan nues– tra, aplicándola a los gestos corporales que se adoptan en la liturgia, gestos que adquieren una doble finalidad u objetivo: por una parte expre– san lo que interiormente sentimos, y, por otra, corroboran, apoyan y fortalecen ese mismo sentimiento. Para lograr y mantener un buen nivel de participación se hace necesaria una constante catequesis que ayude a nuestra comunidad cristiana a madurar su fe y que le enseñe a percibir la acción salvadora de Cristo actua– lizada en cada celebración litúrgica. Esta ca– tequesis deberá llevar al creyente a compren– der su responsabilidad de bautizado y a ver en las celebraciones litúrgicas la posibilidad del ejercicio y la ejecución de su capacidad sacerdotal (¡derecho y deber!), que tiene des– de su bautismo. La Constitución Conciliar de Liturgia exige que se pongan medios concretos para alcanzar el ideal de participación de la asam– blea celebrante, como la formación litúrgica a todos los niveles, no. 14 y 19; la constante catequesis de la liturgia, n. 35, 3; y celebra– ciones de la Palabra, n. 35c. LA ASAMBLEA CELEBRANTE Todos los que componemos la asamblea litúrgica participamos del sacerdocio de Cris– to. Y la liturgia es una oportunidad, entre 104 otras, de ejercer y realizar este sacerdocio recibido. La asamblea celebrante es la reunión de bautizados para celebrar la salvación de Dios en la Palabra y los sacramentos, y para res– ponder a esa salvación con la alabanza y el testimonio, hasta que el Señor vuelva. La asamblea celebrante debe ser, incluso en su estructura externa, imagen de la Iglesia, que es misterio y pueblo de Dios, presencia sacramental del Señor en el mundo y estruc– tura externa y humana, como nos lo señalan los dos primeros capítulos de la Constitución de la Iglesia, Lumen Gentium. En consecuen– cia, esta asamblea celebrante será jerárquica, estructurada, diversificada en sus funciones, humana. Si se siente unificada y convocada por Cristo, es también una reunión de herma– nos que viven su característica de hijos de Dios y de hermanos entre sí. Hemos dicho que la asamblea celebrante debe ser imagen de la Iglesia, aun en su estructura. Por tanto, deberán aparecer en ella claramente diferenciados los ministerios y roles que se desarrollan en la celebración. Esta diferencia obedece a la precisión de identidades dentro de la Iglesia misma; no pretende ser distinción de disgregación, de separación ni lugares o roles de digni– dad, sino más bien de complementariedad y de servicio auténtico a Dios y a su pueblo, miembros diversos del mismo cuerpo, como la comunidad ideal de la que nos habla 1 Cor 12, 4-6: "Diversidad de dones, pero un mis– mo Espíritu; diversidad de servicios, pero un mismo Señor; diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra en todos". Diferen– tes servicios, pero mantenidos y dependien– tes de la acción del mismo Espíritu. Todos los ministerios, tanto laicales como jerárquicos, dicen relación real a la asamblea y como servicio a Dios. Este servicio minis– terial a Dios y a los hermanos no quita ni disminuye en nada la acción que, como bau– tizados y miembros vivos de la misma, deben realizar, integrándose en una plena participa– ción en la acción litúrgica. Se quiere decir

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