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M. A. PENA GONZÁLEZ ho no es de este mundo y tratar de convertirlo en algo así, quiere decir que le estamos quitando su fuerza de redención. Hoy, la tarea del pastor es mantener las convicciones sin convertir todo en puro relativismo, pero sin caer tampoco en la falsedad del fanatismo. El pastor está amenazado por una realidad muy compleja y pluralista, con el riesgo de cerrarse en su propia seguridad, poniendo en medio una roca inexpugnable. Pero también esa fortaleza puede ser tomada por el hambre. Y hoy, en nuestro presente, el hambre se denomina desinterés. Una fe que se hace inexpugnable no puede florecer. Se corre el riesgo de que la fortaleza se convierta en pri sión. La crisis ha de ser superada por medio de un sopio de «pro fecía», sostenido desde las intuiciones de un pastor apasionado y, también, con la parresía de los testigos que van marcando el ca mino que da sentido a la propia existencia. — El pastor, por otra parte, está llamado a ser garante de otro tipo de relaciones donde la fraternidad sea expresión viva de toda una comprensión teológica que, además, se proyecta en un cuidado na tural y espontáneo de la naturaleza. Una manera de hacer visible la profecía de Isaías (Is 11,6-9), que quiere vivir recuperando la armonía rota entre el hombre y la naturaleza, porque todo es obra de Dios. El sacerdocio cristiano, en sus diferentes expresiones, tiene su pleno sentido solo desde la óptica de la imitación de Cristo «siervo». El ideal que Él propone a sus elegidos es el gastarse por los otros, pero con esa inteligencia evangélica que hace eficaz dicho empeño. Los modelos, a partir de los maestros de espiritualidad, son amplios y sugerentes. Es cierto que no se trata de repetirlos a la letra, sino de tomarlos como pa radigmas, como modelos de esa sabiduría que nos anima a ser sabios, pero aprendiendo siempre de la experiencia de los otros, por vía de nues tra tradición creyente. Algo parecido afirma el Maestro Ávila en su Tratado del sacerdocio: antes nos faltaría tiempo y papel que testimonios y obras de santos que nos dan a entender la excelencia de la santidad que debe tener quien celebra estos divinos misterios. Lo cual no debemos oír con orej as sordas ni [346]

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