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hemos resucitado, es la siguiente: "Hágan– lo todo con amor" (1 Co 16,14 ). Este es el cauce asequible a todo hombre, aun a los más humildes: un amor fraterno, y por supuesto efectivo y real según las cir– cunstancias que a cada uno le toca vivir. Pero decíamos en la tercera conclusión que no era facilismo sino violencia. Amar a veces es fácil. Pero en ocasiones resulta vio– lento. Piénsese en el amor a los enemigos (Mt 5,44 ). El proceso de la conversión que nos pide el evangelio es pasar del amor egoísta ( amor infantil o adolescente, de que hablan los psicólogos) a un amor adulto que implica anteponer el bien de los demás al provecho propio. Este amor adulto es el que nos lleva a la plenitud humana. San Pa– blo lo recalca hasta la saciedad. "Que cada uno trate de agradar a su prójimo para el bien" (Rm 15,2). "Que nadie procure su pro– pio interés, sino el de los demás" ( 1 Co 10,24 ). Alcanzar esta madurez humana es la me– ta del Reino de Dios como exigencia. Es la violencia, la conversión que hemos de reali– zar, la humanización esencial que se nos pi– de. Estamos en el terreno de la praxis. La salvación es ante todo efecto de una praxis, no de una teoría. Y con esto hemos llegado a una nueva conclusión que añadir a las anteriores: EL REINO DE DIOS ES PARA HOMBRES NO ENCERRADOS EN SI MISMOS, SINO ABIERTOS A LOS DEMAS EN RELACIO– NES DE FRATERNIDAD Y SERVICIO. El Reino de Dios no es un Reino privado, indivi– dual, íntimo, sino fundamentalmente so– cial, 'Comunicativo, de hombres-para-los-de– más. "Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). "El Reino de Dios e:>tá entre us– tedes" (Le 17,21). Estamos de nuevo en el punto de parti– da: la penitencia no puede reducirse a una práctica ascética de maceración corporal y de inidativa humana, sino que encierra todo el proceso místico de actuación del Espíri– tu Santo, que nos transforma en hombres nuevos. La penitencia en clave evangélica es la liberación del hombre de todo someti– miento a los elementos de este mundo, a to- ARTICULO$ da ley o tradición humana, a todo pecado; y al mismo tiempo es la superación de todo egoísmo mediante la apertura al otro por el amor. Toda maceración corporal, así como todo acto que no sea liberador ni apertura amorosa al hermano, es seudo-religioso. La penitencia no tiene sentido fuera del ám– bito del amor fraterno. Aquí podemos des– cubrir el criterio de valor y autenticidad de cualquier sacrificio o mortificación. Existe el riesgo de creer en una transformadón de la persona, cuando en realidad estamos sien– do seducidos por el masoquismo u otra cual– quiera aberración, en vez de ser guiados por el Espíritu. San Pablo descubre el engaño: "Tales cosas tienen una apariencia de sabi– duría por su piedad afectada, sus mortifi– caciones y su rigor con el cuerpo; pero sin valor alguno contra la insolencia de la car– ne" (Col 2,23). La penitencia es todo el pro~ ceso que partiendo del hombre terreno, cul– mina en el hombre del Espíritu: "El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el se– gundo, viene del cielo. Como el hombre te– rreno, así son los hombres terrenos; como el celeste, así serán los celestes" ( 1 Co 15, 47-48 ). Este es el fin, la meta de la peniten– cia evangélica, la situación escatológica del hombre resucitado. Con esto llegamos a la conclusión: la pe– nitencia que se nos pide, la conversión no es más que la disposición de abrirnos a los de– más por el amor, superando nuestro egoís– mo. La penitencia no puede ser más que ge– neradora de amor, solidaria con los herma– nos en actitud de servicio. Si la penitenci'1, que realizamos nos cierra a los demás y en– durece nuestro corazón, no puede ser la pe– nitencia evangélica que Cristo nos pide co– mo realización en la tierra del Reino de Dios. 4. Aspecto franciscano. . La penitencia con toda su riqueza positi– va de superación del egoísmo y apertura a los demás, como virtud generadora de amor, aparece con fuerza extraordinaria en la vi- da de Francisco. ' El primer detalle signifi'Cativo lo aporta el mismo Francisco en su testamento. Quien escribe es el hombre maduro, trabajado por el Espíritu, que reflexiona sobre el iti- 11

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