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SAN BUENAVENTURA A NUEVA LUZ 299 de éste, y resume en párrafos exuberantes la perfección que le procura el deseo, el amor y la contemplación del Bien Supremo. Poco es lo que el autor nos dice en esta obra sobre aquellos pri– meros seguidores de Buenaventura, remitiéndose a otros estudios suyos publicados, cosa que también nosotros hacemos muy a gusto. Pero es que el bonaventurismo teorético, aunque nunca extinto del todo entre los franciscanos de entonces, fue perdiendo pronto terreno ante el empuje del escotismo y luego del ockhamismo. Tiempo antes de que Escoto fuera adoptado por maestro oficial (1500) eran ya verdad histórica las palabras escritas por Bérubé a otro propósito: « Saint Bonaventure, alors pratiquement méconnu et négligé meme dans l'Ordre franciscain » (p. 291) ... Fuera de la Orden franciscana son dignos de mención, y por razones distintas, dos personajes, cuya importancia, como intermediarios, apenas comienza a sospecharse. Nos referimos al teólogo agustiniano Enrique de Gante y al canciller de la Sorbona Juan Gerson (1363-1429). En el caso del primero es preciso hilar delgado para no tomarlo por discípulo de Buenaventura, pese a su evidente parecido, ni convertirlo en defor– mador de la común doctrina iluminista. Las afinidades pueden expli– carse probando que ambos bebieron en la misma fuente, y las diferen– cias, respetando la genuinidad de cada pensador dentro del agustinismo. Bérubé halla la clave en el ya citado Rudimentum doctrinae del coetáneo, y en cierto modo colega de ambos, Guiberto de Tournai, usufructuado tanto por Buenaventura como por Enrique. La relación de Gerson a S. Buenaventura es de otra índole. El canciller admiraba en él la doble vertiente de la especulación y de la unción, pero sobre todo esta última. Será ella la que intente inculcar en su tiempo, con afortunada proyección sobre los siglos siguientes. El blanco que Gerson tiene a la vista es, en el fondo, la teología espi– ritual, interpretada por la vía afectiva y quizás llevada hasta el anti– intelectualismo, de la mano de Rugo de Balma, cuya obra leía como si fuera del propio Buenaventura. Esta inclinación no muy crítica por lo bonaventuriano corría pareja con su aversión al escotismo parisién contemporáneo, a los formalizantes ~ un grupo tal vez no menos espúreo dentro de su Escuela - y a cuantos consideraba símbolo y origen de los males de la teología. Entre esos males Gerson anteponía el sinfín de cuestiones inútiles y perjudiciales, por curiosas, singulares, dialécticas, metafísicas y, en último análisis, incomprensibles e inefi– caces para la predicación, la moral y la caridad. Los teólogos de su tiempo, en efecto, se perdían en sutilezas e ingeniosidades escolásticas con olvido de la Escritura y de las enseñanzas útiles para el pueblo. A Gerson le parecía ideal, como remedio, el método bonaventuriano, y el I tinerarium su expresión perfecta: « Libro redu– cido, pero superior a todo encomio. Mi sorpresa no tiene límites viendo cómo los franciscanos abandonan a tan excelso maestro - ignoro si la universidad de París conoció alguna vez otro mejor - para volverse hacia no sé qué nuevos doctores por los que están prontos a pelearse

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