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106 ANSELMO DE LEGARDA Conclusión Lejos estaba el P. Cádiz de sospechar que la polvareda que levantaba en Zaragoza con sus intervenciones de los primeros días de diciembre de 1786, iba a ser tan densa y tan difícil de disipar hasta con el paso de los años. Cierto que el proceso que hemos hojeado, no puede compararse con otros procesos inquisitoriales ni por la notoriedad del reo ni por el número de folios acumulados. Pero tampoco fueron pocas las amarguras padecidas aquí por el acusado ni leves las fatigas soportadas por uno y otros, el acusado y los doce calificadores. Tras la lectura de los ataques de los nueve primeros calificadores, ataques reflejados en la dilatada respuesta de Normante con sus razones, citas y argumentos de autoridad, tras las réplicas de los tres nuevos censores, habrá algún lector que se pregunte si hubo realmente motivo para someter a tamaño tormento al autor de las proposiciones. Lo que es difícil de aclarar por esa vía, se esclarece volviendo a recordar el ambiente reinante en Zaragoza a la llegada del Beato Diego José de Cádiz, ambiente hostil a Normante y a la Real Sociedad Aragonesa de Amigos del País. De ahí que la voz del misionero resuene en la Sociedad Econó– mica y en los oídos de Normante en armonía con un rumor multitudinario, expresión de la inquina de muchos clérigos y legos. Bien lo percibía el delatado desde tiempo atrás. Por eso denunció el hecho en la queja elevada a Campomanes. Y ahora, ante el alegato o acoso de los nueve calificadores, se ha confirmado en su firme creencia y más de una vez le hemos oído querellarse de semejante conspiración, querella amarga que ha culminado en las recusaciones de los calificadores anónimos y del propio inquisidor Jaramillo, eso que de la primera entrevista con él había salido lleno de esperanzas el profesor difamado. Rigurosos le habían parecido los términos de la delación del P. Cádiz. Los doce ca– lificadores han redoblado el rigor. Es bien conocida nuestra tendencia natural a ponernos interiormente de parte del presunto reo o delincuente cuando lo vemos atrapado por la justicia. Ahora acaso logremos mantenernos en el fiel, sin inclinarnos ni en pro ni en contra del acusado hasta comprobar el resultado del proceso, pues hemos asistido al ventilado simultáneamente en el Supremo Consejo de Castilla, defensor de Normante y opuesto a la actuación del P. Cádiz. Y al cabo nuestras esperanzas de conocer el fallo quedan burla– das. Se han repetido los apremios, han ido expirando los plazos, el pro– fesor ha entregado papeles y más papeles, sin que al fin haya visto substanciado el asunto. Los tres censores entregaban su veredicto final el 30 de octubre de 1791 y en la Inquisición lo recibían el 7 de noviembre inmediato. Pero ya advertían los censores que su obra quedaba inconclusa. De hecho no había llegado a sus manos buena parte de la respuesta de Normante sobre el lujo y nada de lo relativo a los préstamos a interés. Nos sor– pendió, al fin de la proposición del lujo, el calificativo de regicidas que daba el profesor a los franceses. Tomando el calificativo a la letra,
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