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86 «...el Señor me dio hermanos» de Clemente VIII de 21 de diciembre de 1604, enderezado a la ma– dre Serafina; el monasterio era declarado de monjas capuchinas, «sin diferencia alguna respecto de los demás monasterios de la misma Orden». Sin embargo, no terminaban los interrogantes canónicos, por causa del origen excepcional de la fundación. A fines de 1607 viajó a Roma el confesor mosén Martín García, comisionado por la fundadora, y se dio arte para obtener un nuevo breve de Pa– blo V, «sanando cuantos defectos hubiera habido en la fundación». La fama de santidad de madre Serafina se extendía de día en día. Incontables personas se encomendaban a sus oraciones y co– rrían de boca en boca las gracias obtenidas por su intercesión. Gen– tes de toda condición acudían a ella en busca de luz y de consejo. Ya antes de encerrarse en clausura -atestigua sor Isabel- «era tan extraordinario, el concurso de los que acudían a ella, que parecía un confesor muy corriente; y después, acudían tantos a la reja y al torno, que parecía imposible pudiese satisfacer una mujer, tan consumida de enfermedades, cargada de ocupaciones domésticas y tan puntual en los ejercicios de coro y oración. Las respuestas a cartas de muchos de toda España y aun de Italia, pedían un hombre entero; y a todas respondía con gran complimiento, porque su cari– dad ardiente hallaba tiempo y poder para todo». Su correspondencia con el cardenal de Milán, Federico Borro– meo, heredero de las virtudes de su tío san Carlos, revestía tonos de alta mística, a juzgar por dos preciosas cartas de él en 1606 y 1608, escritas de su mano. Mantuvo asimismo correspondencia con el ahora cardenal Gaetani, antiguo nuncio, y con la duquesa de Mantua. Como índice de la popularidad, dígase veneración, alcanzada tenemos el hecho de que, al editarse en Barcelona por primera vez Los libros de la Madre Teresa de Jesús (3 volúmenes, Hermanos Anglada, 1606), al editor le pareció un buen reclamo añadir en la portada: Dedicados a la M. Sor Angela Serafina, Abadesa del Mo– nasterio de las Monjas Capuchinas... , con un séquito de elogios al estilo de la época. Al presentarle un ejemplar, rompió ella en sollo– zos y le duró varios días el disgusto. -Dios se lo perdone al que tal hizo -dijo por todo comenta– rio-, poniéndome en el ala del tejado para que me despeñase.

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