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84 «... el Señor me dio hermanos» dad con Dios mediante la oración y la vida de fe. Su misma perso– na, el reflejo de la luz celestial en su semblante, las palabras que salían de sus labios, la suavidad y gozo que acompañaban sus fre– cuentes raptos, todo era escuela de oración. Elevada con la mente en Dios, con arrobamientos casi diarios, caminaba no obstante, o quizá por eso mismo, con los pies en el suelo. Sor Isabel atestigua que llevaba personalmente y al detalle la organización de las tareas conventuales, la dirección de las obras del nuevo edificio y las mil atenciones externas, amén de una activa correspondencia epistolar. Creó un ambiente de compenetración fraterna, sin distancias ni actitudes afectadas. Ella misma se comportaba como una hermana más. Cuanto recibía de los seglares para alivio de sus males, lo repartía entre todas; a una persona que le reconvino por ello, le respondió: -Como vivimos tan en comunidad en esta casa, estoy tan he– cha a ella, que me parece no me ha de aprovechar cosa que todas no participen. Durante el tiempo de la permanencia en Montalegre continua– ron llegando nuevas vocaciones. En agosto de 1603 tomó el hábito la noble viuda doña Catalina de Lara, granadina, ama de gobierno de los duques de Maqueda, toda una aristócrata de grandes dotes personales, muy identificada con los idelales de madre Serafina, pe– ro más lanzada que ella a la penitencia y al rigor. El 16 de septiem– bre ingresaba, a la temprana edad de once años, María Angela As– torch, hoy Beata, hermana de sor Isabel. Angela Serafina había soñado siempre con un convento para doncellas y viudas pobres, sin posibilidad de dote, y ahora quienes se le juntan son hijas de familias más bien de posición desahogada y aun de la nobleza. Era normal que así sucediera; tales vocaciones se identifican más fácilmente con una vida de renuncia total. La fundadora supo adaptarse a ricas y pobres, a las que traían una educación refinada como a las que procedían de ambiente me– nos culto, a las viudas ya situadas en la vida como a las adolescen– tes necesitadas de atenciones maternales. Aun recurría, si bien con moderación y tacto, a procedimientos simbólicos, de sabor monástico, para poner a prueba el espíritu de

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