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80 «...el Señor me dio hermanos» la cuenta de lo que sucedía e hizo regresar a su convento a sor Estefanía, devolviendo la autoridad a la fundadora. Lo que más le dolía a ésta era la retirada de los capuchinos, como se lo manifestó al nuncio en carta escrita en noviembre de 1599. Aquí el problema era de otra índole: los capuchinos tenían prohibido, por constitución, tomar bajo su cuidado comunidad al– guna de monjas. No bien se tuvo noticia en el gobierno central de la Orden, en Roma, del contenido del breve de fundación, la reación fue inmediata; se movieron todos los resortes hasta obtener de Clemente VIII un breve, fechado el 27 de septiembre de 1601, que ponía la nueva fundación bajo la jurisdicción del ordinario diocesano. Pero Angela Serafina se sentía capuchina; urgía el entronque con los demás monasterios de capuchinas ya existentes. El breve fundacional preveía la venida de algunas monjas del convento de Granada, que había sido fundado en 1588 por Lucía de Ureña, bajo la Regla de santa Clara, en virtud de una bula de Sixto V; por causas que se desconocen hubo que desistir. Ahora la fundadora puso todo su empeño en que vinieran de Italia a tomar la dirección de la comunidad. Contaba para esta gestión con el obispo Coloma y con los buenos oficios en la corte de la marquesa de Montescla– ros, su incondicional. El monasterio italiano en el que había puesto la mira era el de Milán, fundado en 1576 por san Carlos Borromeo. Con fecha 28 de octubre de 1601 Felipe III despachó cartas dirigi– das al papa Clemente VIII, al cardenal Aldobrandini, a su embaja– dor en Roma, al gobernador de Milán, al arzobispo de esta ciudad cardenal Federico Borromeo y a la condesa de Trivielsa, todas ellas al objeto de procurar el envío de capuchinas italianas. Los despa– chos fueron enviados por conducto del obispo de Barcelona y del de Pozzuoli. Pasó tiempo y no se tuvieron noticias del resultado. Era in– explicable. Por fin llegó de Madrid un propio dando la descorazo– nadora noticia de que los despachos reales no habían llegado a destino. Al obispo Coloma no debió de contristar el malogramiento del plan. En el entretanto había podido aquilatar la personalidad espiri– tual y aun humana de Angela Serafina, descubriendo en ella made-

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