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76 «...el Señor me dio hermanos» tarde del día anterior, dolores fortísimos en todo el cuerpo. Por la forma como se localizaban, cundió la persuasión entre médicos y devotos de que llevaba impresas, ocultamente, las llagas de Cristo en las manos, en los pies y en el costado. Ella se esforzaba por mantener el secreto; pero por fin, a instancias de su confidente Isa– bel y con mandato de que nadie lo supiera, le refirió el hecho: es– tando un día en oración, se le apareció Jesucristo crucificado y le imprimió las llagas, o mejor el dolor de ellas, ya que Serafina le rogó humildemente que no aparecieran al exterior. Un examen peri– cial, realizado oficialmente por varios médicos en 1680 sobre el ca– dáver de la Venerable, dio como resultado la existencia de vestigios de las cinco llagas internas. En forma asimismo oculta experimentó los dolores de la co– rona de espinas en la cabeza y de la flagelación, con efectos que no le era posible disimular. En una de las cartas a su hija espi– ritual sor Elena de Montaragull, clarisa en Tortosa, hallamos la explicación, con una objetividad que vale por todo un tratado de fenomenología mística: «Hija mía, cuando contempláreis los azo– tes de Cristo nuestro Señor, imaginad que los recibís sobre vues– tras espaldas, que yo sé de una persona -ella misma- que los considera de esta manera, y después le quedan con la fuerza de la imaginación tan impresos aquellos dolores en su cuerpo que, si acaso la tocan, siente aquel tormento como si de verdad la azotaran» . Estos y otros síntomas de dolencias extrañas, a las que no ha– llaban remedio, indujo a los médicos, y en particular al doctor Juan Francisco Rossell -eminencia número uno, autor de preciados tra– tados de medicina, que la atendió por muchos años-, a ordenarle salir de la ciudad para mudar aires. Permaneció medio año, acom– pañada de Isabel Astorch y de su sobrina, en una casa próxima a Sarriá, no lejos del monasterio de las clarisas de Pedralbes y del convento de santa Eulalia de los capuchinos, a quienes hacía fre– cuentes visitas. Los grandes amores de Serafina eran los de toda alma sólida– mente contemplativa: la Trinidad, la persona de Cristo, contempla– do preferentemente en su infancia, en su pasión y en la Eucaristía, y la Virgen María.

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