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74 «... el Señor me dio hermanos» gran epidemia que continuaría haciendo estragos durante todo el 1589. El padre Serrano, con sus frailes, abandonó el convento para escapar al contagio, dejando a las dos buenas viudas sin el acostum– brado sustento. Al saberlo, el guardián del convento de san Francisco las invitó a ir a vivir a casa de la familia Moradell, que se la dejaba al mar– charse fuera de la ciudad por temor al contagio; del sustento res– ponderían los franciscanos. La casa estaba al lado del convento de Nuestra Señora de los Angeles de monjas dominicas. Para entonces se había unido a su madre la pequeña Bárbara. Cesada la peste y vuelta la familia Moradell, pensó Serafina que era llegado el momento de dar forma a la actividad educadora, que había iniciado en su ciudad natal, pero con un plan más madu– ro. Se mudó con Catalina Planes y su hija a otro edificio próximo, de mayor amplitud y autonomía. Abrió la casa a las doncellas que aceptaron compartir la vida comunitaria, de alto nivel espiritual, al mismo tiempo que recibían la instrucción conveniente. Entre las primeras que respondieron a la invitación, unas como colaboradoras, otras como educandas, hallamos los nombres de las que más tarde integrarán el grupo fundador: Isabel Astorch, que había recibido ya esmerada educación en las Comendadoras de San– tiago, Victoria Fábregas, Magdalena Pinós, Jerónima Ventura y Marta Bohigas, sobrina de Serafina, niña aún de once años. La bella iniciativa, aplaudida por muchos, provocó también reac– ción entre la juventud de cierta clase social, que se manifestó con el lenguaje incivil del gamberrismo. Una noche, cuando todas dor– mían, llegaron desde la calle los sones de una serenata de instru– mentos y voces. Serafina, con uno de los gestos que le eran propios, hizo levantarse a todas, las mandó armarse de disciplina y reunién– dolas en una sala frente por frente de la rondalla, las animó a acep– tar el reto. Entonó con brío el salmo Miserere, que fue coreado por sus chicas mientras se disciplinaban con denuedo. La porfía du– ró poco; al rato sólo se oían las estrofas del salmo y el chasquido de las disciplinas. Los importunos ronderos se habían marchado ca– bizbajos, saludablemente impresionados. Bárbara había cumplido catorce años. Era tiempo de pensar en la opción de su estado de vida. No le costó trabajo a la escar-

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