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62 «...el Señor me dio hermanos» «He hecho un gran viaje y esperaba entrar en el paraíso. Pero me han cerrado la puerta en las narices y se me rompió la escalera. Por tanto héme todavía en este mundo». Su padre espiritual estaba triste, desalentado, atormentado por los escrúpulos. Fray Serafín se le acerca: «Padre, venga conmigo: tengo un caso reservado». Lo acompaña a la despensa, abre la puerta y le dice: «He aquí mis casos reservados», y le muestra una hermosa fila de quesos, recogidos en la limosna. Una gran carcajada lleva la paz y la tranquilidad al ánimo turbado. Riquísimo en humanidad, como se ve, y de ningún modo ence– rrado en la torre de márfil en que generalmente se suele poner a los santos. La gente que lo conoció lo describe con rasgos pintorescos, como si hablara de uno de ellos, aunque sin disimular una indiscuti– ble veneración por su virtud. «Tenía barba y cabellos siempre desaliñados ... la túnica, llena de pedazos, le bajaba siempre por la parte izquierda y se le veía el cilicio... el cuello siempre rojo y lleno de escozores ... no quería de ninguna manera que se le tocase la espalda... amaba extraordina– riamente las flores y a los niños (los pequeños) ... ». Un lenguaje que lo pinta y que lo acerca como a un hermano. «Ha muerto el santo» Serán, efectivamente «los niños» los que proclamarán a la ciu– dad la muerte seráfica, ocurrida a primeras horas de la tarde del 12 de octubre de 1604. Advertidos por una voz misteriosa, hormi– guéarán por las calles sorprendidas gritando a plena voz: «¡Ha muerto el santo, ha muerto el santo!». Todavía no había sido sepultado, cuando el primer biógrafo empuñaba la pluma para transmitir el ejemplo. Escenas indescriptibles en torno a su cadáver custodiado por gentilhombres y soldados y exhalando suavísimo olor. La gente humilde lo creyó intuitivamente perfumes del cielo; la autoridad ecle– siástica, prudente y sabia, querrá asegurarse que no exista «artificio
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