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56 « ... el Señor me dio hermanos» Si quería calmar un poco el insoportable prurito tenía que usar «una corteza rígida» que pasaba sobre las rojas postillas, desprendiendo «de la carne afectada gran cantidad de residuo parecido al salvado». La pena del canónigo no era el dolor, que por otro lado no le dejaba en paz, sino el no poder celebrar en público. Había con– sultado a todos los médicos, incluidas algunas celebridades roma– nas, había probado también las aguas termales de varias ciudades de Italia y siempre sin ningún efecto. Un día cayó en el convento de los capuchinos de Ascoli Piceno para disfrutar de un poco de paz en el huerto, lejos de ojos indis– cretos. Fray Serafín, que volvía del rincón en que recogía para los pobres verduras jamás sembradas, lo enc~ntró en medio del camino y tomándole el pulso: «¿Qué manos son éstas? -exclamó-; ¿son acaso de sacerdote y de canónigo? Don Francisco explicó con pelos y señales la imprevista apari– ción del mal, lo que había hecho por curarlo y cómo todo había resultado inútil. «Dame tú, fray Serafín, cualquier remedio». Lo dijo como de broma, aunque también con un poquito de fe, porque había oído más de una vez sobre la santidad del hermanito. Había a dos pasos un campo de hierba de santa cruz: fray Se– rafín cogió un puñadito y empezó a restregar las manos del sacerdo– te, hasta el punto de dejárselas completamente verdes. El canónigo sonreía «admirado de aquella simplicidad». Si no lo habían conse– guido las medicinas de los especialistas, ciertamente no lo podría hacer mejor la hierba del convento de los capuchinos. Y hasta se lo dijo así. Pero fray Serafín, sin atender las palabras de don Francisco, continuaba frotando con fuerza y decía: «Deseo que os curéis, que tengáis las manos bellas». Sólo se paró cuando las vio verdes como dos hojas. Entonces repitiendo en voz baja: «quiero que tengáis las manos bellas». El canónigo lo siguió con los ojos apagados, incrédulos, des– pués se miró las manos. Estaban todavía, bajo la pátina verde, las postillas rosadas, pero estaban más suaves, como desprendidas de la piel, y sobre todo, no picaban más.
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