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54 «...el Señor me dio hermanos» Por encima de la prohibición de realizar milagros Y éstos, en verdad, serán muchísimos, más que para justificar los apelativos que le dieron sus contemporáneos: el santo, el tauma– turgo, el profeta. Y hubieran sido todavía más si un padre guardián no le hubiera ordenado dejarse de tantos prodigios. Los testimonios de los beneficiados, ágiles y esbeltos cuadros, a veces en pintoresco dialecto ascolano, recogidos en las actuaciones de los procesos desde 1610, apenas seis años después de su muerte, son listas intermina– bles de prodigios (más de 2.000 páginas) que tejen en torno a su cabeza una aureola de excepcional santidad. «En nuestra iglesia de Ascoli hay tantas imágenes y votos que parece exactamente la mis– ma santa casa de Loreto», dirá un religioso en relación con los exvotos de su tumba. Bastaba un beso a su manto, una caricia de sus manos y hasta sólo la invocación de su nombre para que enfermedades crónicas desapareciesen y casos desesperados se resolvieran. Todo resultaba prodigioso en sus manos: el pan, las naranjas, la hierba, el grano, la lechuga y especialmente el rosario, hecho de caña de hinojo y pepitas de calabaza. La gente tenía más confianza en él que en to– dos los médicos de la ciudad. Algunos ejemplos. Un tejedor de Ascoli Piceno, un tal Exuperancio, tenía una ni– ña muda de nacimiento y la hizo llevar por su mujer al convento de los capuchinos. «¡Oh santita! -dice fray Serafín a la mujer cuando supo la triste historia-, llévala a la iglesia, al altar del Santísimo». «No es nada -prosiguió diciendo cuando vio a la niña de rodi– llas ante el altar y poniéndole en la mano tres rosas que rezumaban incienso y plegarias-, llévala a casa y verás que va a hablar más de lo que quisiérais». A la tarde, en la cena, la niña empezó a hablar sin impedimen– to. «Cotorreaba tanto que nos molestaba» confesó el padre al de– clarar el hecho en el Proceso. El reverendo Francisco Panicci, canónigo de la catedral de As– coli Piceno, era molestado hacía años por un obstinado sarpullido que le cubría las manos, hasta el punto de dejarlas «casi tostadas».
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