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52 «...el Señor me dio hermanos» le puso el nombre de Félix. Su padre era albañil, y no debía ganar mucho al necesitar muy pronto la contribución de los hijos. Silen– cio, el primogénito, siguiendo el ejemplo del padre, echó mano a la paleta; Félix, más grácil y poco pertrechado para el oficio, fue enviado de ayudante de un campesino que le confió el rebaño. Un trabajo fácil y agradable, sobre todo, porque le dejaba mucho tiem– po para la oración, en la que se pasaba también gran parte de la noche. Fue precisamente esta pasión suya por el silencio, el retiro y la oración la que hizo circular las primeras voces de admiración hacia él: una admiración que se transformó en entusiasmo y devo– ción cuando se supo que el cielo respondía con la gracia de los milagros en la vida de aquel niño. Se contaba, así, que en una pere– grinación a Loreto, mientras sus compaisanos estaban en la orilla del Potenza, en espera de que disminuyese el caudal, él se introdujo en el agua y pasó el río a pie enjuto. Este es un hecho que se repetirá aún en su vida, como es com– probado por testimonios indubitales. Un amigo de juventud, Vicen– te de Montegranaro asegura que, atravesando juntos el Chienti, se mojó de arriba abajo, mientras que Félix llegó a la orilla opuesta como si hubiera atravesado en una barca. El capuchino fray Geró– nimo añade que, en cierta ocasión, fray Serafín lo asoció al mila– groso pasaje de un río (el religioso, siendo de origen romano, no sabe decir de qué río se trata), dándole la orden de no revelar nada antes de su muerte. Cuando murió su padre, su hermano lo llamó a casa. Sabía que no podría hacerle un albañil, pero quería conseguir a toda costa hacerlo, al menos, un peón. En vano: ¡Félix no daba una!, era incapaz hasta de apagar la cal. Mejor que peor lograba llevar cubo y ladrillos a la espalda. En compensación, sin embargo, soportaba de maravilla las reprimendas y los golpes del irascible hermano. Un puerto imprevisto y providencial Sentía que aquélla no podía ser su vida y soñaba en desiertos, ayunos y penitencias, según había oído leer en la vida de los eremitas. «No es necesario -le dirá Luisa Vannucci, joven piadosa de
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