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42 «...el Señor me dio hermanos» recer a la Señora que, cediendo a las plegarias de fray Félix, le puso en sus brazos al Niño Jesús. Cuando se encontraba en el lecho de muerte, la embajadora de España mandó a un paje a interesarse por su salud. El mensaje– ro, al despedirse, le preguntó qué debía decir, de su parte, a la embajadora: -Le dirás que repita frecuentemente esta canción: «Jesús, Jesús, Jesús, toma mi corazón: no me lo devuelva más». De este modo, a semejanza del Poverello de Asís, fray Félix moría también cantando. El conocimiento y el amor de Dios habían suplido en él el cometido de la escuela, iluminando su inteligencia; y en el umbral misterioso de la segunda vida, le saturaban el cora– zón de gozo. Algo que ninguna filosofía humana ha sabido y ha podido hacer jamás. La amistad de dos santos San Felipe Neri también había nacido en 1515. Era, por consi– guiente, coetáneo de fray Félix. Pero, ¿cómo se hicieron amigos? Acaso se encontró con él junto al lecho de los enfermos o en su visita a las siete iglesias o, a lo mejor, en los frecuentes descansos que, rodeado de sus muchachos, hacía Felipe en la iglesia capuchina de S. Nicolás, a las faldas de la colina del Quirinal. Muy probablemente, todos estos encuentros y, además otros más, dieron cauce a una amistad enteramente singular. El agudo y bo– nachón cura Felipe poseía una capacidad inédita para conocer y valorar a los hombres. Y descubrió, en el simple y humilde fray Félix, uno de aquellos niños a los que pertenece el reino de los cielos. Los contemporáneos no encontraron mejor camino que trans– mitir a la posteridad los rasgos simpáticos de esta amistad, a través de la pincelada plástica de la anécdota. Los dos santos se encontra– ban, muchas veces, en San Gerónimo de la Caridad, junto con san Carlos Borromeo. Entonces se pisaban el uno al otro en el arrodi– llarse y en el pedirse la bendición. Frecuentemente permanecían
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